Otra vez Mo Greene. De nuevo con la autoridad aplastante que ha demostrado en las grandes finales desde 1997, cuando emergió como un ciclón para ganar Juegos Olímpicos, para batir récords del mundo, para conquistar tres Mundiales. En Edmonton logró el tercero y no hay signos de decadencia, como no sea esa tendinitis en la rodilla que le amenaza en el momento de poner su cuerpo al máximo de revoluciones. Venció con 9,82 segundos, la tercera mejor marca de la historia, en una carrera que dominó desde el principio, sin permitirse los riesgos de Sevilla, donde tropezó en la salida y sudó sangre para alcanzar a Surin. Esta vez tenían que cogerle a él, y eso no está al alcance de nadie por el momento. El también estadounidense Tim Montgomery -que hizo 9,85 segundos- fue el único que no se dejó impresionar por Greene, cuya capacidad intimidatoria está fuera de duda. Con Greene en la pista, sus rivales sufren un efecto desmoralizador. No sólo se enfrentan al hombre más rápido del mundo, sino a un atleta que no tiene fisuras. En los grandes acontecimientos es infalible: desde 1997 lo ha ganado todo. Primero, como el desconocido que llegó de ninguna parte para arrasar en los Mundiales de Atenas. Luego en Sevilla. Más tarde en Sydney. Ahora en Edmonton. Ningún velocista ha sido más consistente en un periodo de cinco años. ¿Qué se puede decir de alguien que no ha perdido ninguna gran carrera?.
|
Compacto y culón, propiedad que ha fortalecido para desarrollar la tracción posterior, Greene no es un esteta. A diferencia de Lewis, actúa por pura fuerza. Su pisada es devastadora. Golpea la pista con una energía descomunal, buscando una propulsión que no se desvanece prácticamente en toda la carrera. Con Greene apenas hay pérdida en la curva de velocidad, en esos treinta últimos metros que otros acusan de forma visible. En la final sólo sintió el acoso de Montgomery, perjudicado por una salida falsa que le obligó a retenerse en el momento de la verdad.
Greene no se escapa nunca. Desde que se ocupa con mano firme de los 100 metros no se le conoce una salida nula. Es una manera de explicar su seguridad en la pista. No juega con el azar. Simplemente hace saber a los demás que es el mejor. La noticia fue la excelente carrera de Montgomery. Nunca se sabrá el efecto que tuvo su salida nula, aunque probablemente le volvió más conservador. En cualquier caso estamos ante un atleta muy diferente al de los últimos años. Montgomery, más ligero que Greene, también había sido más ligero en sus prestaciones. No era un ganador. Todavía conserva el gesto apesadumbrado, tan poco común entre los velocistas, gente vanidosa, arrogante, que explican la carrera como un combate de boxeo. Montgomery da la impresión de ser introvertido, o al menos así parece. Habla poco, actúa poco, corre mucho.
La transformación de Montgomery ha sido radical en el último mes. Su victoria en Oslo, con 9,84 segundos, se tomó como una anécdota. Aquella tarde, Montgomery tuvo que pedir prestadas las zapatillas a Marion Jones. Su equipaje se había perdido y el velocista americano no tenía a su disposición el equipo de ayudantes que rodean a Greene o a Jones. Un mes después, Montgomery dispone de zapatillas especiales, diseñadas expresamente para él. Es lo que ocurre cuando un buen atleta se convierte en una estrella.
Tim Montgomery, que desde hace ocho meses se entrena con el grupo de Marion Jones en Carolina del Norte, dio fe de su total transformación. Perdió muy pronto un metro con respecto a Greene, pero no perdió más, y hasta avisó de la remontada. No lo consiguió. A pesar de su tendinitis, Maurice Greene no cayó presa del pánico en los últimos metros. No es su carácter. Es el típico duro. El más duro de todos. El mejor del mundo.
Puedes seguir Deportes de EL PAÍS en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.