La corrida iba preciosa, torerísimos los diestros, encastados los toros, hasta que aparecía la acorazada de picar. Y entonces la grosería pulverizaba la belleza. Forrados de guata los percherones, con ansias carniceras sus jinetes, malos en su oficio, tiraban la vara al toro, donde cayera.Ya pueden criar los ganaderos toros encastados y bravos, como los de Felipe Bartolomé ayer, que la pureza de su sangre se acabará cuando caiga en las garras de esta caballería irresponsable, sin sensibilidad, ni afición, ni los conocimientos mínimos para ejercer dignamente su oficio. A todos los toros los tundieron los espinazos, a uno a punto estuvieron de abrirlo en canal y al tercero el individuo del castoreño lo convertía en pulpa los lomos.
Pero esta barbarie tiene remedio y el remedio está en la autoridad, que no la ejerce; se diría que no la tiene cuando se trata de aplicar el reglamento a la acorazada de picar y sus servicios auxiliares.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 3 de junio de 1987