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Tribuna:

Símbolos

Durante una larga temporada, la obra pía de moda fue tapar las vergüenzas de las esculturas g, riegas con artísticas hojas de parra. Las autoridades eclesiásticas compensaban así las orgías del Vaticano, los hijos ilegítimos de los cardenales y la resolución de pequeños problemas personales a base de envenenar al prójimo. No se daban cuenta de que la hoja de parra servía, para romper la armonía de lo esculpido y nunca para invalidar a la cultura que lo había hecho posible.En las carreteras comarcales de varias comunidades autónomas, en vez de la hoja de parra se utiliza un aerosol. Primero, un rancio inacionalísta, contemplando un cartel indicador de una dirección cualquiera, se ofende con una palabra que lleva el acento puesto al revés. Y la tacha. Luego viene el autónomo y se ofende con el palito de una fi. Y lo tacha. Luego cualquier cosa insulta a uno y a otro, y ambos tachan toda una línea y, de paso, recuerdan al público que el cartel debe estar escrito "en español" o que "fórastés, fora". Al final el que se acaba perdiendo es el automovilista a quien va dirigida la información que nada tiene que ver con la batalla.

Vaya manera de hacer tonterías. Piensa uno con verdadera irritación en las muertes que ha provocado la guerra de las banderas desde la muerte de Franco y es para emigrar. Todo por un par de metros de tela que ya ni siquiera es de seda.

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que en los años sesenta vi en Londres un rollo de papel higíénico con la bandera británica. Cómo estaría yo de histérico con las cosas trascendentales que recuerdo haberme escandalizado. Luego, pensándolo mejor, como los británicos nunca han sido unos vendepatrias, se me ocurrió que las banderas tienen menos importancia de lo que a primera vista parece y que el peso del símbolo no está en quien lo degrada, ya sea en el retrete o en el estadío, sino en cómo se utiliza para dignificar la causa a la que representa.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 20 de septiembre de 1989