Es obvio que la Seguridad Social crispa los ánimos, de la misma manera que Iberia, Telefónica, la Conferencia Episcopal o cualquier otro monopolio de servicios terrenales o de ultratumba. Pero a diferencia de los otros entes, la Seguridad Social ofrece como contrapartida una inapreciable cualidad catártica a los ciudadanos: ¿quién no se queda descansado tras una descripción más o menos truculenta de algún dislate acaecido en el Seguro?
No escapan a esta corriente los periódicos, incluidos los pretendidamente serios, como EL PAIS, en el que caben titulares tan comedidos como Yo soy el médico y esto es la guerra, La Seguridad Social vista a través de las angustias, humos, -colas y demás aventuras cotidianas del hospital Doce de Octubre (EL PAÍS, 24 de septiembre), que, sin lugar a dudas, ayudan muy mucho al afloramiento de traumas freudianos individuales y colectivos, pero dudo que informen al ciudadano sobre la realidad de la sanidad pública en España, dando respuesta a cuestiones menos llamativas en cuanto a titulares pero más sustanciosas; por ejemplo:
¿Por qué no se informa de que los muy corporativistas, fumadores y reaccionarios médicos hospitalarios ponen en práctica técnicas médico-quirúrgicas sofisticadas, con un alto grado de dificultad y responsabilidad, por un sueldo de mili que les obliga a dejarse jirones de salud cumpliendo guardias y horarios irracionales?
¿Por qué no se explica que en los países más avanzados en asuntos de bienestar social -Noruega, Suecia- se paga un canon por visita médica y aun así hay ominosas listas de espera?
¿Por qué a pesar de las experiencias ajenas los dirigentes españoles insisten en universalizar la cobertura sanitaria pública sin modificar, más bien escatimando, la infraestructura técnica y humana? ¿Por qué no cuentan las habas en público en vez de
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prometer el oro y el moro a costillas de la fiel infantería de los médicos, ayudantes técnicos sanitarios y demás carne de cañón?
¿Por qué en lugar de incentivar al principal agente sanitario, el médico, mal pagado y peor considerado, se le persigue con absurdas rigideces horarias -nunca en casi 20 años de vida hospitalaria he conocido a cirujano alguno que al sonar un reloj se levante y se vaya dejando el trabajo para mañana-, se le veja con exclusividades escandalosamente discriminatorias y se le escamotea un reciclaje pagado por la empresa. ¿Quizá por presiones sindicales antielitistas?
Éstas y otras cuestiones, como los Mandamientos, se resumen en dos, a saber: los socialistas, tan implacablemente desvergonzados a la hora de cambiar sus iniciales planteamientos en otros importantes asuntos -casi siempre para bien, al césar lo que es del césar-, no se atreven a ponerle el cascabel al gato sanitario porque prefieren seguir usando la sanidad como arma demagógica. Igualico, igualico que cuando estaba el abuelico. Y no sabe, señor director, cuánto me duele decirlo, porque soy de los que creen en la sanidad pública, siempre que sea responsable, no política, y mucho menos suicida-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 8 de octubre de 1989