Los árboles de la ciudad se preparan para pasar el invierno ligeros de equipaje. Cuando el otoño avanza hacia su cara más fría, los leñosos vecinos de Madrid se desprenden al unísono de las hojas que enverdecieron los paseos. Un romántico paisaje incompatible con las aceras de la urbe. Los barrenderos tienen motivos para odiar el otoño. La escoba y el rastrillo se antojan insuficientes para amontonar las hojas mientras el viento juega con ellas. El trabajador que el viernes se afanaba en el paseo del Prado aguanta con resignación mientras sueña con una ciudad llena de árboles de hoja perenne o, quizá, con una ciudad sin otoño.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de noviembre de 1992