Varios años después de considerarme raro o fuera de lugar, de encontrar especialmente insufribles aquellos programas de televisión que indican el momento adecuado para reírse, de sentirme desplazado en todos aquellos ambientes donde, a falta de algo más original o interesante que comentar, los chistes fluyen sin parar y una risa nerviosa se apodera de la concurrencia, de caer en un estado semidepresivo observando mi "diferencia", descubro, a través de las doctas manos del señor Muñoz Molina (4 de enero de 1995), que no estoy solo.La misma sensación de "infortunio adolescente" que años ha se apoderó de mí ha vuelto a asaltarme ya cercana la madurez. Incluso, debo confesar, he tratado de fingir, he sonreído y hasta reído en alguna de estas cascadas verborreicas. Finalmente, me avergüenzo, hasta he contado algún chiste (eso sí, inteligente). Inútil. Personas a las que aprecio e incluso admiro, junto con otras a quienes no soporto, se desternillaban intermitentemente a mi alrededor mientras yo me iba hundiendo en un estado de sopor y cefalea. Deberé medicarme, llegué a pensar. Eres un tipo aburrido, me autoinculpaba ante el espejo. Dejé de gustarme, hasta incluso de afeitarme. Me hundía poco a poco y hasta había asumido mi seriedad como un cáncer que iba con los años a sumirme en la soledad. Ahora ya sé que no estoy solo, pero me asalta otra duda: ¿deben medicarse ellos?
Recuerdo ahora cuando mi difunta abuela, cansada de ciertas algarabías infantiles, meneaba la cabeza y, mirándonos como de reojo, decía: "Mucho abunda la risa en la boca de los tontos". Cuánta razón.- Salvi Prat Fabregat.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 24 de enero de 1995