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Crítica:TEATRO

Chicoleos

¡Qué mal teatro escribe ahora Antonio Gala! Es igual: lo que él mismo califica como disparate -y hubo un género, el disparate cómico, que algo se parecía al surrealismo- resulta divertido, sentimental, amable; es un chicoleo de piropos quinterianos, una clásica comedia de enfrentamiento de dos personajes que terminan amándose después de anular sus desconfianzas y sus malos propósitos. Parece, a veces, un enfrentamiento entre las dos Españas, la antigua y la pasada -Nati Mistral- y la nueva -Ángeles Martín-, entre el mantón y la moto, entre la canción andaluza y el pop.Da vergüenza contar un poco el argumento, lo poco que se puede contar en una crítica, siendo ya poco en el escenario y bárbaro en los planteamientos y en las resoluciones: la Talismana vive sola en lo que fue un tablao flamenco -bien dibujado, graciosamente pintado, con algunas bromas gráficas, por Pepe Hernández- y ahora es su guarida: enferma, paralizada en su silla de ruedas; entra la Yeni -de Jeniffer, dice ella-, medio descendiente, con el propósito semioculto de encontrar el tesoro de la vieja, azuzada por su novio (invisible). Las dos mujeres se tantean y se miden y se descubren poco a poco: la enferma moribunda no es ni siquiera paralítica y salta y brinca como una loca; la Yeni -finalmente, apócope de Eugenia- no está embarazada, como ha dicho, o quizá sí lo está y la Talismana puede ser moribunda: no se sabe bien la alternativa de los casos. A cada momento todo puede cambiar.

Café cantante

De Antonio Gala. Intérpretes: Nati Mistral y Ángeles Martín. Escenografía: José Hernández. Dirección: Joaquín Vida.Madrid, Teatro Bellas Artes.

Y la Talis mata, muerta de risa, al novio de la Yeni, que se repone casi inmediatamente; lo irá a enterrar -con otros dos muertos que ya mató años atrás- en la cripta del café cantante. Felices las dos, decidirán quedarse juntas y unirse de amor -ya ha habido una escena vagamente homosexual que indica esa posibilidad-, serán madres de lo que nazca -la historia parece anterior al desarrollo -de la ecografía- y abrirán de nuevo el café cantante. O casa de niñas, dicen, si no se puede otra cosa. Quién sabe qué.

Bueno, lo que hablan, lo que discuten, tan desasido de la realidad -digo de la realidad escénica, de la lógica interna de la obra, no ya de la de la vida misma-, tiene su ingenio, su donaire quinteriano, sus gracias de mariquita de tablao, sus alusiones a la actualidad, y se dice que puede ser algo más elevado: las dos Españas. O dos de las cuatrocientas Españas posibles: quizá tantas como parejas.

Vacilaciones

Una España "pasada y pesada y otra futura y más ligera", dice el autor, aunque se apresura a no saber cuál de los dos personajes representa a cada España, porque esta anécdota, "lo mismo que la historia verdadera", tiene vacilaciones y vaivenes. Permítaseme que no encuentre más vacilaciones y más vaivenes en la obra que los del autor por cuidar a sus simpáticas creaciones -la vieja y la niña- de tanta dialéctica teatral, de forma que las dos se encontraran satisfechas -y ¡cómo lo estaban!-, e incluso al público, entre la cal y la arena, de la escena decididamente burguesa. Puede que sea, después de todo, un centrismo: qué vergüenza para este autor que arrancó queriendo romper. Y rompió.

Todo esto, como apenas se ve en lo que cuento, no es que no sea teatro -teatro es todo lo que se representa en un escenario-, sino que es mal teatro. Y repito que no importa: Nati Mistral tiene aquí destellos de su oro viejo, y la joven y ya excelente actriz Ángeles Martín "tiene una rosa blanca en su cuerpo", como dijo Gala en el discursillo previsto; no que yo firme esa frase, sino que la traigo como ejemplo de un estilo personal. Y para garantizar que es verdad, que la chica es buena, que replica y canta, que se crece junto a la Mistral, y que lloraba a lágrima viva cuando Gala, al que miraba con arrobo, la chicoleaba a la andaluza.

También quizá llorase Tamayo, elogiado por un Gala a quien recibe por primera vez en su castillo, antes más reservado, más selecto. Estaba también en el escenano, con José Hernández, el director de escena, Joaquín Vida: lo había contado con sencillez y gracia. Quizá hubiera llantos de señoras en el público: pero, sobre todo, aplausos. Y vítores y bravos, seguramente con intención de bravísimos, porque eran plurales y se dirigían a todos. Una de esas noches que, cuando cae el telón, quienes han compartido la tensión desde dentro se abrazan y besan con emoción y sensación de triunfo. Seguro que se irán agotando las localidades.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de septiembre de 1997

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