Desde hace unos días oigo unos ruidos dentro de mi cabeza, por lo que me he puesto en contacto con el móvil de mi médico para el correspondiente qué me pasa, doctor. ¿Qué clase de ruidos?, quiere saber. ¿Voces, cánticos, susurros? Le contesto que ruidos en general, como el zumbido de una olla a presión o el tradicional crepitar de grillos. Seguro que es algo más, insiste. Sólo con una detallada relación de los sonidos podrá facilitarme un diagnóstico telefónico aproximado. Siguiendo su consejo, me agazapo en mi vivienda en espera de un rato de silencio general, lo que estos días incluye que de una puñetera vez dejen de ensayar el bricolaje los ciudadanos que se han hecho con los fascículos que regala este periódico.Por fin se extingue el crepitar de sierras, junto con los otros sonidos urbanos y, de madrugada, me quedo a solas con mi propio run-run. Tras unos minutos de honda concentración empiezo a comprender que mi médico tiene razón. En torno a mi coronilla, los zumbidos metálicos se van convirtiendo poco a poco en otra cosa, y de repente distingo los diferentes chirridos: que si ave no se qué, que si ora no sé cuantos, que si laudeamos esto y lo otro. ¡Es latín! Y tiene, además, un tufo preconciliar indescriptible.
Me pongo en contacto con el galenomóvil en cuanto amanece. ¡Ardo en deseos de comunicarle las noticias! Es cierto, son voces. ¿Una tertulia?, aventura. No, salvo que sea de Radio Vaticano, porque hablan en latín. Noto que mi interlocutor se pone tenso. Tranquilízate, no es nada irreversible, dice, pero debes saber que tienes un Papa alojado en algún lugar de tu cabeza. No es grave, aunque reconozco que atonta mucho, pero en este momento la mayor parte de la población está como tú.
Me ha dicho que se disuelve solo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de enero de 1998