Anteanoche, en la reunión de un grupo de mis amigos, surgió ocasionalmente el nombre de Emilio Alarcos; y sin reticencia alguna -bien lo recuerdo- todo fueron elogios para su personalidad. A la mañana siguiente me despertó el teléfono con la noticia de que esa misma noche había muerto de repente nuestro querido Emilio. Apenas logro reponerme de la dolorosa sorpresa, cuando me piden que escriba algunas líneas en breve semblanza de ese hombre excepcional con quien tan estrecha y cordial relación mantuve; y entiendo que así debo hacerlo, a pesar de no ser yo lo suficientemente versado para aquilatar y ponderar ante el público la extraordinaria aportación científica de tan eminente filólogo. No faltarán, por supuesto, quienes lo hagan a su tiempo con la debida autoridad y minucia; pero pienso que, en esta triste coyuntura y para los lectores de un periódico diario, quizá sea más oportuno trazar de improviso algunos rasgos de su personalidad, tal cual se me mostraron en nuestra amistad de muchos años.Por lo pronto, la imagen pública de Emilio Alarcos -en estos tiempos en que tanto abundan los hinchados figurones- procuraba, en cambio, disimularse con sutil, retraída elegancia, del mismo modo que su voz, en un tono siempre discretísimo, lejos de tratar de imponerse en la algarabía, obligaba a que le prestaran atención cuidadosa quienes saben apreciar las finuras del ingenio, y saborear así las delicias de la punzante ironía en que, desdeñoso, solía envolver las apreciaciones de un juicio infaliblemente certero acerca de personas y situaciones. Por su erudición, era Alarcos un gran sabio; una aguda y siempre despierta inteligencia, y en suma, un hombre cabal.
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Si a esto se añade su profunda bondad de corazón y una impecable delicadeza de trato, creo haber expresado en síntesis, al carácterizarlo, lo que es, a mi entender, un raro dechado de humanidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 27 de enero de 1998