No, no lo puedo evitar. No siento un ápice de pena hacia los taxistas. La prepotencia en las calles, me supera (¿quién no ha sufrido en sus carnes adelantos suicidas?); los timos a extranjeros que no conocen la ciudad son el pan nuestro de cada día, y la guinda del pastel la ponen cuando intentas coger un taxi en una parada cercana a un hotel y se enfadan porque tú no deseas ir al aeropuerto, sino a casa de una amiga cuya carrera cuesta ¡tan sólo! 580 pesetas.Me parece estupendo que reivindiquen sus, derechos, pero ya se les permite demasiado, y eso se llama favoritismo; yo también tengo derecho, a exigir calidad en sus servicios.
Después de 15 años utilizando los taxis (siempre por una causa justificada y jamás por comodidad o gusto) he llegado a la conclusión de que no merece la pena utilizar el servicio de taxi de esta ciudad.
A mí me dan mucha más pena los pobres ciudadanos y turistas que nos vemos en la obligación de subir a uno de sus coches.-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de febrero de 1998