Tenía que ocurrir, tarde o temprano. Un puñado de miembros de la sociedad mediatizada han sido secuestrados en el aire, a punta de mando a distancia, demostrándose una vez más que ciertos objetos son capaces de ganar nuestra confianza por encima de otros. Y eso es lo que le sucede al mando a distancia. Otra cosa habría sido que el secuestrador hubiera entrado en el avión esgrimiendo un secador de pelo o un abridor de latas, pero ¡un mando a distancia! En el imaginario del grupo agredido y en medio del susto, una visión pavorosa se abrió camino inmediatamente: algo sucederá cuando le dé al botón y estallamos. Igual que, en casa, el mando a distancia hará que ocurran cosas. Dirán que el autor del suceso está perturbado; si es cierto, lo está en la misma longitud de onda en que nos encontramos la mayoría de nosotros.Si celebramos la llegada del delincuente aéreo armado con comandantes distancias, qué no habremos de hacer para aplaudir la reacción del público nuevo provisto de argucias electrónicas. Esa cabina del avión, hirviendo de mensajes, mediante los teléfonos móviles. Esa melopea del directo. El desconocido tiene un mando y yo estoy en la pantalla, pero además toda España sigue las peripecias porque se lo estoy contando a través de los medios de comunicación. Finalizado el asunto, ya en tierra, hay quien insiste en repetir el cliché que, arriba, bañó sus neuronas: "Sí, sí, parecía árabe. Concretamente, palestino". Y otro apoyó: "Con un bigote grande, de terrorista, daba miedo". Gracias al mando, somos expertos en Oriente Medio y símbolos pilosos.
Espero que nadie vuelva a preguntarme por qué tengo que forrarme de píldoras para subir a un avión. Al riesgo de accidente y al de coincidir con Leticia Sabater se añade esta variante perversa.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 25 de junio de 1998