ENVIADO ESPECIAL"Exigimos la independencia, porque es nuestro derecho, y por ella estamos dispuestos a sacrificar hasta el último de nuestros hijos". Los combatientes del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) hablan con firmeza en Poljance, un pueblo situado a 50 kilómetros al norte de Pristina, capital de Kosovo, que tienen bajo control. A tan sólo 200 metros se encuentra un retén de la policía militarizada serbia. Las palabras de Ymer, un hombre de 33 años, calvo, moreno, vestido con una camisa negra con el emblema del ELK cosido en el hombro izquierdo, tienen un valor especial en esa tarde de calor sofocante en una aldea de Kosovo en poder de sus fuerzas. Ymer acaba de recibir en sus brazos a su hijo varón de una semana de vida, el primero tras cuatro niñas, que viajó en el coche del enviado de este periódico, acompañado de la madre de la criatura.
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Un contacto del ELK en Pristina se ofreció a guiar al periodista hasta un pueblo en manos de los guerrilleros que luchan por la independencia de Kosovo. Aseguraba el contacto conocer el camino, para evitar los controles serbios. Tras abandonar la carretera principal, el viaje continúa por caminos infernales. Al llegar a la plaza de un pueblo, donde se pasean una docena de vecinos, desciende de un taxi estacionado allí una mujer con un envoltorio blanco que parece una mortaja. El guía explica que se trata de un bebé de una semana, hijo de un miembro del ELK, al que hay que llevar y que va a servir de peaje y salvoconducto: "Esto nos abrirá las puertas de los retenes de la guerrilla porque le llevamos al hijo". La concentración de media docena de personas al mediodía en torno al coche, en la plaza del pueblo y a la vista de todos, da idea de la seguridad con que el ELK se mueve en Kosovo. Ni el más mínimo asomo de clandestinidad en un país que vive una guerra de guerrillas y, según los kosovares, ocupado por Serbia.
Sin controles a la vista
El recorrido continúa por trochas y veredas, que obligan a los pasajeros, salvo a la madre y al bebé, a descender del coche para evitar que se hagan añicos los bajos del vehículo. Se atraviesan campos de trigo, maíz y patatas. Los niños cuidan el ganado. Al borde de la ruta se encuentran cementerios musulmanes. Las personas que se cruzan advierten que no hay controles serbios en la zona.La madre del bebé no da la menor señal de vida durante las dos horas de viaje. Se llama Fahrije, tiene 31 años y éste es su quinto hijo, tras cuatro hijas de entre nueve y dos años. Explica la mujer que se siente triste porque hace ya más de un mes que no ve a sus hijas. Hace tres semanas, Fahrije bajó de Poljance a Pristina para dar a luz en la institución Madre Teresa, que se ocupa de la asistencia médica y social a los kosovares que la necesitan.
Su marido, Ymer, lleva ya cinco o seis años en el ELK, al que se sumó cuando le despidieron de la fábrica donde trabajaba. Como muchos kosovares, tenían familia en la emigración, que les enviaba dinero para vivir, además de lo que conseguían con el cultivo de la tierra. En ocasiones, su marido tuvo problemas con la policía, pero él nunca se presentó a las citaciones, se escondía y a veces emigraba al extranjero por un tiempo. Después de recientes matanzas, sobre todo la de Prekaz, el pasado marzo, a escasos kilómetros de Poljance, sintieron miedo. "Pero ahora ya no. No tenemos nada que perder", dice Fahrije.
A medida que se avanza en la ruta, se cruza un tractor cargado con combatientes del ELK, armados y uniformados. En una pradera llana aparece una señal rudimentaria pegada en un árbol, que advierte: "¡Deténgase! Control militar. Velocidad máxima: 10 kilómetros por hora". Un joven de unos veinte años, con su metralleta al hombro, se encarga del control y toma nota de los datos de los viajeros. En la culata de la metralleta aparece grabada el águila del escudo albanés. El bebé resulta en efecto un auténtico ¡Ábrete, Sésamo!, que permite seguir viaje.
La llegada del coche con la madre y el bebé a una casa al final del pueblo no desata demasiado entusiasmo. El padre toma en sus brazos al bebé apenas unos segundos y lo devuelve a su mujer, a la que saluda sólo de palabra, sin siquiera tocarla. En la casa, una docena de hombres se encuentran reunidos en la habitación denominada ode en la casa albanesa, un recinto reservado para los hombres, donde mantienen sus tertulias, fuman y beben, sentados descalzos en el suelo. Son hombres del pueblo, más algunos llegados de otros lugares, que se han incorporado al ELK. La mayoría tienen aspecto campesino. Las armas- algunas parecen recién salidas de un museo de historia militar- se encuentran apoyadas contra la pared. Entran y salen hombres armados que parecen familiarizados con sus trastos de matar.
Al inicio de la conversación, llevan la voz cantante Ymer, el padre del bebé, y Hajzer, de 39 años, un técnico que trabajaba en una fábrica de Mitrovica hasta que le despidieron en 1990. Hajzer explica que, por participar en manifestaciones, le encerraron dos meses en la cárcel, donde le maltrataron, y muestra en la cabeza la cicatriz de las heridas sufridas: "No hemos tomado las armas por una cuestión personal, sino por un motivo nacional: para defender cada parcela del territorio de Kosovo. No hacemos nada sin cumplir órdenes. Por supuesto que hay una jerarquía. Aquí no tenemos derecho ni a aceptar un simple cigarro sin permiso".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 15 de julio de 1998