Para las vacaciones, el silencio. O lo más próximo al silencio, que es la música. La música de este siglo, claro está, un sonido que hable de lo nuestro. La música del siglo XX es la Cenicienta de las artes. Casi todo el mundo ha tenido en algún momento un Picasso clavado con una chincheta en la pared, pero muy poca gente ha escuchado un Bela Bartok. El museo de Frank Gehry en Bilbao atrae masas, pero un músico de similar reputación, Schnittke o Ligeti pongamos por caso, es un perfecto desconocido excepto entre forofos. ¿Quién no ha leído alguna vez un poema de Rimbaud o de Rilke? Pero muy pocos han escuchado sus equivalentes musicales como Weber o Berg. Todos sabemos quién es Miró, ¿quién conoce a Josep Soler? Las artes del siglo XX se han ido labrando un público cada vez más amplio, y a punto de concluir la centuria la cosecha es notable. Pero la música sigue siendo la gran desconocida. Los programadores de concierto ofrecen toneladas de Mozart, Beethoven y Tchaikovsky, que es como si el público lector se hubiera quedado enganchado en Diderot, Goethe y Tolstoy. Cuando hablas con ellos juran que la gente salta por las ventanas si programan algo posterior a la guerra de Crimea. De modo que ni siquiera les dan la oportunidad de saltar por las ventanas, un gesto aconsejable para quien sigue viviendo en la guerra de Crimea.Sin embargo es cierto que en este rechazo hay un misterio. Según la memoria anual de la SGAE, los autores dramáticos recaudaron este año en España 1.200 millones de pesetas; los músicos 163. ¿Cuál es la causa de tal sordera universal? ¿Qué están diciendo los músicos con su música que tanto espanta oírlo? Sólo por la sospecha de que sean ellos quienes dicen la verdad que nadie quiere oír, ya vale la pena escucharles.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 15 de julio de 1998