He recibido una amable comunicación del banco en la que me anuncia que próximamente me pasarán al cobro el recibo de la cuota anual por el mantenimiento de mi tarjeta electrónica. Cosa que no acabo de comprender porque lo cierto es que no está deteriorada. Todo lo contrario: se encuentra en perfecto estado. Se trata, ya saben, de un simple trozo de plástico. Aprovechan para recordarme las ventajas que su uso en el tiempo y en el espacio me reporta: dicen que con ella puedo sacar dinero en cualquier momento y casi en cualquier sitio (siempre que tenga fondos, claro). Aunque, puestos a hablar de ventajas, echo de menos que no hablen también de los beneficios que el artilugio les reporta a ellos. Que algo me dice que deben ser bastante más jugosos que los míos. Sobre todo porque ya no necesitan al señor de la ventanilla que antes se encargaba de atenderme personalmente.Así que, puestos a hablar de ventajas, ¿por qué no hablan también del dinero que se ahorran en costes de personal gracias a este moderno autoservicio, que en gran parte ha conseguido que el cliente trabaje por ellos? Desde luego que todos hemos salido ganando con la
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informática bancaria, pero sobre todo el banco, que, manteniendo los precios tradicionales de sus servicios, ha traspasado el peso de numerosas operaciones al cliente.
Ciertamente, las 750 pesetas de gastos de mantenimiento no son mucho dinero. Claro está, siempre que esta cifra no se multiplique por la de las miles, acaso cientos de miles de tarjetas en circulación.
Aunque más incomprensible resulta este canon para las tarjetas visas, auténticas campeonas de Europa del crédito usurario, y que viene a sumarse en este caso a unos intereses en general muy alejados ya de toda razonable mesura comercial, casi en el borde mismo de la estafa. Y ello, al parecer, con todas las bendiciones legales.
No sólo siguen negociando con tu ahorro como en el pasado. Ahora también les facilitas el trabajo y contribuyes a abaratarles los costes de personal. Además, por el uso de las dichosas tarjetas te cobran esas misteriosas tasas de mantenimiento, que amablemente, eso sí, tratan de justificar por carta.
¿Con su gentileza epistolar querrán también que les queramos?-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 1 de septiembre de 1998