De nuevo septiembre, de nuevo Madrid, de nuevo la vida. Salgo de ese estado de suspensión global que son las vacaciones, regreso de una zona remota del planeta y de mí misma, y cae sobre mí la realidad feroz: Kinshasa con sus muertos achicharrados, los brutales atentados terroristas, los bombazos de Clinton; y, por aquí, un señor llamado Barrionuevo, condenado por gravísimos delitos, paseándose en olor de santidad y repartiendo lecciones de ética. De nuevo la vida, sí, pero la vida fea.Debí preverlo hace un par de noches, cuando asistí a una de las escenas más surrealistas que he vivido. Era la una de la madrugada y estábamos en el aeropuerto de Anchorage (Alaska). En la zona de facturación había un barullo inmenso: los aviones iban llenos de turistas de regreso a casa. Pero no eran turistas comunes, sino hordas de cazadores que habían venido a Alaska, en apretados viajes de tres días, dispuestos a matar mucho y muy deprisa. Ahí estaban, pues, en los mostradores del aeropuerto, decenas y decenas de señores vestidos como fantoches con ropas de camuflaje militar, tipos estentóreos y gárrulos que agitaban los estuches de sus rifles por si no nos habíamos percatado de su condición aniquiladora. Algunos llevaban en la mano cornamentas de alce o de reno recién arrancadas de sus mansas víctimas, con la parte sanguinolenta de la piltrafa envuelta en cinta aislante; y todos ellos facturaban grandes contenedores frigoríficos, tiznados de más sangre, en donde acarreaban los despojos de la matanza. Tal vez alguien piense que me excedo al relacionar a estos individuos con las atrocidades de Kinshasa, por ejemplo. Pero les diré que viajar de madrugada en un avión atiborrado de animales descuartizados y de energúmenos que, vestidos de camuflaje, se pavonean de la casquería, te hace perder la confianza en el género humano.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 1 de septiembre de 1998