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Tribuna:

Velódromo

La parte por el todo, así Madrid se desgaja y entrega a un sector de su población en detrimento, fastidio, incluso satisfacción de cualquiera de las parcelas que lo componen, a las que, sucesivamente, se abandona. Una jornada de fútbol, el vociferante concierto multitudinario que entusiasma a los adolescentes -porción no mayoritaria-; la carrera, ciclista o pedestre, que bloquea y paraliza los entornos afectados. Esto lleva el contento a muchos aficionados y el enojo de quienes no participan, ni siquiera pasivamente, en el evento, incluyendo al vecindario indiferente ante las posiciones que mantengan en la tabla el Atlético, el Real Madrid o el Rayo Vallecano.Hay que suponer la buena fe y la excelente intención de las autoridades municipales y comunitarias cuando facilitan una abundante dotación de la policía urbana para mantener el buen orden y concierto de estos acontecimientos. Rara vez se ven tantos agentes en la calle, ésos que echamos de menos en el atasco cotidiano o en las menudas incidencias del orden público y la convivencia.

Al no atajar a tiempo este apoderamiento de las calles, cada lunes o cada martes -mejor dicho, domingos y días feriados- alegres y empecinadas turbas de ciclistas se lanzan al reclamo de las convocatorias, fracturando el apacible aire de la ciudad.

Nada que objetar a que los habituales peatones cedamos el sitio a la multitud de ciudadanos que, con diversos pretextos, pedalean o mueven las tabas sobre el pavimento, congelando semáforos y descuajaringando el reducido tránsito de los medios de transporte colectivo por la superficie. Una solución, profusamente proclamada, sería dotar a la urbe de un espacio generoso para desarrollar los ímpetus deportistas de la población civil. El Retiro, la Casa de Campo, las riberas del Manzanares con sus trazos alternativos, son capaces de absorber el ejercicio de cualquier sana diversión. Al fin y al cabo, siempre hay gente a quien la cabeza de la competición pilla lejos, incluso muy lejos, y no es obstáculo para que allí se presenten, con mayor o menor puntualidad. Estas disquisiciones son aún de más precisa observancia en el caso de que tomen parte equipos, representantes de intereses, considerables a menudo, cuyo beneficio gimnástico resulta difícil de generalizar.

Sea la celebración de la Vuelta a España, que se supone circunstancia anual y ligero sacrificio de los sedentarios ante una exhibición de origen y finalidades misteriosas. Cúlpese al profundo desconocimiento esta bienintencionada y atrevida evaluación de lo que ignoro, nada ajeno, por otra parte, al normal ejercicio de la crítica acerca de no importa qué materia.

Al menos desde una hora antes de la prevista comienzan a pasar breves manojos de ciclistas, tres o cuatro, rigurosamente uniformados con el casco aerodinámico, gafas protectoras del polvo, la brisa o el granizo, camisetas de reglamento en las que quizá falte la profusión publicitaria que cubre el 58% de la superficie visible de los velocistas profesionales; zapatillas adecuadas que se anuncian en las publicaciones del pedal y los calzones ajustados, horriblemente antiestéticos cuando suben al podio los vencedores para recibir el beso de las más hermosas, lo que, por fortuna, atañe a sólo tres de los competidores, en pocas ocasiones anuales. Sospecho que los tales destacados se incorporan, por medios confortables, en etapas avanzadas del porfiado recorrido, para figurar entre los aventajados, observando la fórmula ilusa del barón de Coubertin: lo importante es participar; y llegar. Quizá no esté lejos el día en que el dopaje sea práctica extendida, incluso bien vista entre los aficionados.

A principios de siglo sobrevivían, como expresión de regocijo lúdico al aire libre, unas espeluznantes carreras de sacos, dentro de los cuales nuestros ancestros brincaban tontamente hasta llegar a la línea de meta. Hoy padeceremos el azote de la violencia, los efectos devastadores de las drogas, el hábito incontrolado del sexo; las maratones y carreras ciclistas colapsarán nuestras calles, pero podemos exhibir, como una conquista de la modernidad, la definitiva desaparición de las carreras de sacos, que no es poco.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 9 de octubre de 1998