Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra

Allende los colores y el tacto

Encuentro con la obra del pintor Richard Lindner, precursor del arte 'pop'

En la calle de Castelló, no lejos de la plaza del marqués de Salamanca, la Fundación Juan March alberga estos días y hasta el fin del otoño la exposición de uno de los grandes dibujantes contemporáneos: Richard Lindner. La visita puede llegar a ser un ejercicio saludable si el visitante acude a ella con un estado de ánimo receptivo, dispuesto a percibir a raudales sensaciones cromáticas, táctiles y otras más fugaces esparcidas en sus óleos y acuarelas por el artista alemán, nacido en Hamburgo en 1901 y nacionalizado tras la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos. Como los exiliados más sensibles, Lindner asimiló la cultura estadounidense hasta los tuétanos, de tal manera que la mayor parte de su producción, hasta su muerte en 1978, incorporó rasgos y objetos tales de aquella idiosincrasia.Lo primero que sorprende en la exposición de Lindner es el contraste entre una serie de cuadros de niños grandes, encapsulados con sus aros, calcetines, artificios relojeros, y un retrato singular. Se trata de una evocación de Marcel Proust, que fue pintada en 1950, muchos años después de la muerte del escritor (1922). Ese lienzo marcó el origen del tránsito a la pintura del grafista hamburgués. Proust adquiere en el lienzo una apariencia a primera vista fantasmal, inorgánica; cabría decir mineral: sombras verdeoscuras que contornean un aura de misteriosa tonalidad. Es un retrato de lucidez y amargura, tantas, que parecen hacer revivir el flujo atormentado del pensamiento que recorrió, con certeza, los vericuetos de la mente del novelista a lo largo de su vida. Lindner rompe en él con su propio futuro. Su asomo a la realidad desde Proust ha de haber sido tan vertiginoso que pareció huir de él iniciando una travesía que precipitó su obra en brazos del sexo y el color, entre circos, ases y texturas visuales desconocidas.

Así, se convertirá en una suerte de teñidor que ideará nuevos colores e imaginará nuevas mixturas que sólo un posterior desarrollo industrial logrará materializar. En su cuadro La calle, pintado en 1963, la tonalidad metalizada que logra de un traje azul y simultáneamente verde, a medias entre la gasa y la tela satinada, consigue deslumbrar en su atrevida cromaticidad, químicamente inexistente entonces. Pero la gran maestría del artista parece hallarse del todo expresada en Ice, de 1965 (en la foto), que enmarca bajo un rombo amarillo y fondo negro una dama con gafas de motorista, guantes de terciopelo hasta el brazo, ligueros y medias de rayas polícromas, que succiona un helado verde metálico. Vive.

Richard Lindner. Fundación Juan March. Castelló, 77.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 13 de octubre de 1998