Ayer cenamos en un restaurante y, al llegar a los postres, conocíamos ya, unos de otros, la clase de intimidad contemporánea que cada día va a más. Uno de los comensales, Juanjo, anda, por prescripción médica, una hora diaria después de desayunar; Soledad, desde hace años, nada cada día y se embelesa en solitario con el agua entre relentes de azulejos; Patricia viaja cada viernes hasta una aldea de Segovia y recorre, de aquí para allá, decenas de kilómetros montada en bicicleta. Finalmente, otra hace gimnasia, otro recomienda el yoga; todos declaran efusivamente el bien que reciben entregándose, silenciosamente, a viajes simplísimos sobre sí mismos, con la recompensa, decían, de las endorfinas, que no son, al cabo, sino una segregación de lo mejor de nuestra farmacología innata expandiéndose por todos los confines del organismo como una colonización de amor.El deporte, que antes era una actividad paralela a la vida espiritual, se instala de esta manera entre las colecciones del placer superior. Vivíamos esperando el estremecimiento de los versos más hermosos y de las melodías más exquisitas mientras el ejercicio físico no superaba la escala más elemental. Pero, ahora, a la madurez, notamos cómo el efecto de volver a moverse, la experiencia de atravesar el espacio con nuestros recursos primitivos, caminando, braceando, pedaleando, nos mejora el pensamiento y la emoción. Más aún: constatamos que si discurrimos es a partir de poleas musculares o desde carnosos bultos que rezuman sudor. De modo que aquel artefacto tan caro y frágil que constituía la inteligencia viene a ser tan sólo como el fruto de un huerto corporal, físico y básico, muy contiguo al talante del deporte, afecto a los riegos de las endorfinas y, al fin, tan rotundo, fresco y espontáneo como una col.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de octubre de 1998