IRÁN NUNCA ha sido el mejor lugar para intelectuales rebeldes o disidentes, especialmente después de su revolución islámica, hace veinte años. Pero en las últimas semanas, y pese a las esperanzas de oxígeno aportadas por la elección en 1997 del presidente Mohamed Jatamí, la incomodidad se ha tornado en muerte. Tres escritores conocidos por su defensa de la libertad de expresión y sus críticas a la represión y la censura clericales han sido secuestrados y asesinados. A finales de noviembre, un jefe opositor y su mujer fueron también apaleados hasta morir en su casa de Teherán. Los más tímidos adjudican a extremistas religiosos estas muertes, insólitas desde los años tempranos de la revolución y condenadas por la mayoría. Los audaces las consideran una prolongación de la persecución a la que desde hace un año someten las fuerzas integristas del Estado teocrático, bendecidas por el sector más influyente que se cobija a la sombra del ayatolá Alí Jamenei, a periódicos discrepantes o funcionarios liberales. Sólo recientemente, y después de presiones internas e internacionales, Jamenei, líder supremo y guardián de la intransigencia ortodoxa, ha condenado este resurgir del asesinato político y ordenado públicamente la búsqueda y detención de los culpables. En la fragmentada y enfrentada estructura de poder iraní, Jatamí, que ganó hace dos años las elecciones apelando al fin del aislamiento y a la reforma tolerante del Estado islámico, tiene poco que decir en temas como seguridad o justicia, parcelas que permanecen bajo el control de los puros. Las nunca aclaradas muertes de los escritores iraníes no sólo están poniendo de manifiesto el menguado poder de Jatamí, principal motor reformista del Estado. Más importante, son una señal de alarma sobre si finalmente prevalecerán en Teherán unas políticas moderadas y aperturistas o, por el contrario, el agitado país asiático acabará volviendo a los oscuros días del jomeinismo exacerbado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de diciembre de 1998