LUIS GARCÍA MONTERO La perfección de los hechos y los datos objetivos no existe en el paraíso racional de los seres humanos. "Yo soy el que soy", afirmó Dios, convencido de que su existencia corresponde perfectamente a su esencia, de que su sustancia no es argumento de perspectiva, sino de definición exacta. Si esto es así, y muchos Padres de la Iglesia se han esforzado en demostrarlo, habrá que convenir que Dios sólo hizo a su imagen y semejanza a los animales, porque las criaturas humanas viven perpetuamente condenadas a una imposibilidad infinita de esencias y existencias. Detrás del ojo instintivo de un animal, se extiende el mundo exacto de los ciclos de la naturaleza, el mecanismo de los días y las noches, la realidad que es piedra, agua, árbol, fuego o lata vacía de coca-cola. Detrás de la mirada humana, por el contrario, existe un teatro de símbolos, una galería de fenómenos que se prestan a la interpretación. Cada cual explica las piedras, las latas y los árboles como más le conviene. La realidad no es un conjunto de hechos objetivos, sino una acumulación de interpretaciones. El Partido Popular celebra un congreso en el que todo está atado y bien atado. En un fin de semana, celebrado a las orillas del Guadalquivir, el Presidente del Gobierno decidió quién iba a ser su ministro de Trabajo, su ministro de Cultura, su Presidenta del Senado, su Secretario General de su partido, su candidato a las elecciones extremeñas y su candidata a las elecciones andaluzas. Aunque los comentaristas políticos tardaron unas horas en reaccionar, entretenidos en discutir la escasa relevancia de la crisis ministerial, poco a poco surgieron las acusaciones de cesarismo. El César, que quiere lo que es de Dios y lo que es de él, dispone de sus fieles y del resto de los españoles. Nadie se acuerda ya del político insignificante, ese tonto al que los socialistas profetizaban un descalabro inmediato por su falta de carisma nacional e internacional. Antes que los electores, el líder carismático de los socialistas, que llegó incluso a dimitir de su cargo en el partido, pero levantando aplausos de jugada misteriosa y maestra, preparó el terreno para que Aznar gobernase por los siglos de los siglos. Hay Presidente para Rato. Pero los hechos no son objetivos. Los que antes celebraban al líder carismático de los socialistas como una figura responsable, una referencia imprescindible, el alma vertebradora de su fuerza política, ahora se ceban en la voluntad autoritaria de Aznar, en su disposición para nombrar y destituir, para buscar cómplices y dejar antiguos amigos en la cuneta. Por el contrario, las voces que convirtieron a Felipe González en un "nuevo dictador" aplauden ahora la capacidad de liderazgo de Aznar y buscan apasionadamente una butaca para asistir a la ceremonia de su coronación. Lo que nunca cambia, signo de estabilidad en las conciencias españolas, es la opinión que merece Anguita. Haga lo que haga, no es ni líder carismático ni César, sino un comunista dogmático, un Stalin redivivo. En fin: cesarismo, liderazgo carismático y estalinismo. Tres personas distintas y un solo hecho verdadero. Interpretaciones para el ojo que mira.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de enero de 1999