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Tribuna:

Mayo en enero

JUSTO NAVARRO Espero a mi amigo. Hemos quedado a las doce de la noche, hora a la que habrá acabado el trabajo. A la una de la mañana dejo de esperarlo y me voy. ¿Me ha dado plantón? No. Es que sigue trabajando. Hay 325.000 empresas en Andalucía, y no sé qué horarios cumplen, pero mi amigo trabaja en un restaurante y puede acabar a la una o a las dos, según se dilaten con las copas los últimos comensales de la noche del viernes, estancados en esa copa que llama a otra copa mientras se fuma un cigarrillo más, o un puro. El puro parece alargarse mientras se quema, y te dan las dos. Si has entrado a las siete, llevas trabajando siete horas. No llegas a ocho horas, pero, si sumas las seis horas de la mañana, de las once a las cinco de la tarde, alcanzas las trece horas diarias de trabajo, que multiplicadas por seis días a la semana dan 78 horas semanales. Es un mundo excepcional, lo sé: no son así las 325.000 empresas existentes, ni todas son restaurantes y bares turísticos, ni todos los días son el mismo día. Pero aquí, donde vivo, hay mucho mundo excepcional, mal encajado en el buen mundo que aspira a trabajar 35 horas semanales. Está bien que la Junta de Andalucía ofrezca dinero a las empresas que rebajen a 35 horas la semana laboral para parados de menos de 30 años o mayores de 40, mujeres e impedidos: dicen que será el primer paso para llegar a la semana de 35 horas para todos, como se llegó a la semana de 40. Pero me temo que en bastantes de las 325.000 empresas se seguirá trabajando más de 35 y más de 40 horas. Es que la reforma laboral ha sido una reforma moral, un cambio en las costumbres. En la época de los contratos temporales cortos, la renovación del puesto de trabajo depende mucho de la actitud del empleado, que deberá ser obediente y comprensivo con las necesidades del patrón. El trabajo voluntario fuera de las horas contratadas se ha hecho normal y lógico, es decir, digno de la indiferencia general. Hay que captar la benevolencia del jefe que renovará el contrato. Los sindicatos acordarán con los gobiernos todas las reformas imaginables, pero serán incapaces de vigilar que se lleven a efecto. Las relaciones laborales han dejado de ser colectivas: son individuales, cada uno vigila su trabajo, sabe si le interesa alargar una o diez horas su jornada, y entendería como una intromisión que un sindicato perturbara sus relaciones con la empresa. El trabajo se ha convertido en algo muy personal, y no se ve ningún gesto cuando el compañero difícil es despedido: hay, si acaso, condolencia, porque el despido parece lo natural en situaciones semejantes. Ni siquiera se trata de un despido: el contrato termina en el momento oportuno. El horario de trabajo es algo personal, no un problema común. Están lejísimos los años ochenta del pasado siglo, cuando los trabajadores luchaban en Chicago por la semana de 40 horas: en honor de los que fueron ahorcados por ese crimen se celebra todavía el 1 de Mayo. Pero el caso es que todavía, donde yo vivo, muchos trabajan más de 40 horas semanales.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 31 de enero de 1999