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Tribuna:

UNA GUIRI EN EL FERIAL Y yo, a pie...

Mi primer encuentro con los equinos de la Feria fue ominoso. Casi me atropella un fogoso enganche de al menos tres pares, cegados por cascadas de borlas, después de lo cual, el aparato entero se detiene para que el cochero, el señor, la señora y la señorita meneen uno tras otro la cabeza mientras yo me deshago en reverencias disculpatorias. Pero después me fue muy bien. Creo que es lo que más me gusta: los caballos cabriolando y relinchando y agitando las crines rizadas para dar la impresión de estar apenas bajo control, las amazonas austeras, las mulas peladas como caniches, los sombreros de terciopelo, el olor a caballeriza. En la ciudad utópica de la Feria no hay automóviles porque no hay prisa ni destinos. El transporte ha sido devuelto a la estética, al hedonismo y al exhibicionismo. Se producen estupendos embotellamientos entre resbalones de cascos y soberbios perfiles sobrepuestos como en el friso del Partenón. Hasta los policías están montados, pero ellos evitan la elegancia para no quitar brillo a los demás. Me acerco a un grupo de jinetes ("caballistas" es el término exacto) aparcados en la esquina. Éstos, poco más que adolescentes, que no llamarían mucho la atención en una discoteca, se ven absolutamente irresistibles con traje corto y sombrero cordobés. Aun así me enamoro más de sus parejas, hermosos caballos inquietos, españoles de pura raza, anglos o ingleses, con peinados y complementos al estilo coqueto pero clásico. La analogía que voy tramando entre caballos y mujeres se ve abruptamente interrumpida por una patada lanzada por un joven apeado de su montura insumisa: los caballos tienen los mismos caprichos que las mujeres, me explican, pero a las mujeres no se les pega. Otro joven, al que es difícil hablar porque permanece, sabiéndose guapérrimo, allá arriba, hace que su tordo Lucero me salude con las dos manos (tristemente, no a la vez). Son unos apasionados que salen a montar a Venta Abelino todos los días después de estudiar; no quieren decirse ricos, pero tener caballo es un hobby bastante caro, al son de unas 40.000 pesetas al mes. Elena y Almudena, amazonas haciendo su pausa-cigarro, dicen que alquilan las monturas; las manejan de maravilla y me provocan una envidia total. Si los caballos tienen carta de raza, las mulas sólo la tienen de sanidad. Su guarnición puede ser igual de espectacular y traen un detalle muy suyo: dibujos rupestres-punk en la grupa. El cochero de este enganche, como los demás cocheros y lacayos que interrogo, está empleado a tiempo completo en una finca. Un feudalismo anacrónico e idealizado recupera su lugar en la ciudad utópica -pero es mejor que nada, cuando en muchas ciudades verdaderas ya sólo se ven plantas en las oficinas y lo rural es sinónimo de estupidez-. No todos los carruajes remiten a la idea del campo. La Manola es urbana, decimonónica, con sobria guarnición inglesa y el cochero se viste exactamente como un chófer. El conductor de esta Manola se llama Manolo. Es un crítico: me indica calesas donde han mezclado de todo, bandolero con inglés y con andaluz. Dios mío, ¿es que ya no hay tradición?

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 21 de abril de 1999