LUIS GARCÍA MONTERO Las calles de nuestras ciudades se engalanan con carteles que anuncian cursos de filosofías raras y curiosas. En cuanto desaparece la cartelería electoral, llevándose a las asambleas de los partidos la sonrisa feliz de los vencedores y el sentimiento trágico de las víctimas, aparece la publicidad barata de unos extraños y barbudos maestros capaces de explicar las raíces profundas de la felicidad y la tragedia. Platón, Aristóteles, Averroes o Kant son analizados hasta sus últimos pliegues en las nuevas academias del saber, más allá de las fronteras de la razón, cambiando los títulos universitarios y la bibliografía al uso por la complicidad de las sectas urbanas y la iluminación de unos hechiceros que compaginan el trascendentalismo de las túnicas con el sentido empresarial de las corbatas. ¿De dónde sale su clientela? ¿Cuáles son los motivos de los ciudadanos que cambian su papel tradicional de consumidores por un hábito, un pupitre y una reflexión en las oficinas del bien y del mal? Me hago las mismas preguntas al observar el éxito telefónico de las pitonisas que, utilizando las artes más variadas, informan a la ciudadanía sobre la suerte de sus amores y de sus destinos laborales. Mi amigo Felipe me ha dado la respuesta. Algunos insensatos ciudadanos, queriendo aprovechar los lujos de nuestras sociedades del bienestar, deciden aventurarse a la compra o a la reforma de sus casas. La ilusión de un domicilio nuevo los atrapa como el canto de una sirena, conduciéndolos al arrecife de las obras por el laberinto armónico de la prosperidad. Pasan poco a poco de la alegría a la desesperación, mientras conocen el territorio flexible de los presupuestos, la magia de los materiales, el arte de los alicatados y los suelos, las sorpresas del tendido eléctrico y el inagotable enigma de las cañerías. La experiencia de los arquitectos, los aparejadores y los albañiles suele dejar una cicatriz en el cerebro y en los sueños, convirtiendo la oscuridad de las noches en un trasiego de números rojos, cóleras, miedos, monólogos ridículos e impotencias. A las pitonisas y los filósofos alternativos se les acabaría gran parte de su clientela si alguien organizara un servicio público para los damnificados por las obras. Pienso en reuniones semejantes a las de Alcohólicos Anónimos, un club caritativo en el que los desgraciados de la construcción pudieran contarse las sombras de sus vidas. Hola, me llamo Juan, me tiemblan las manos desde el día en que fui a encender la luz de mi casa nueva y descubrí que los enchufes y los interruptores estaban huecos, porque no había un maldito cable en el interior de las paredes. Hola, me llamo Marta y huelo mal, no puedo ducharme, porque en cuanto abro el grifo de la bañera se me inunda el pasillo. Hola, soy Andrés, padezco anorexia desde el día en que vi los azulejos de mi cocina, puestos con el orden disparatado de un saltimbanqui. Hola, me llamo María, yo quise hacer un cambio sobre el plano del salón y acabé hipotecada para el resto de mi existencia. Si les robamos estos devotos a las academias callejeras y a las brujas telefónicas, podremos evitar también la desaparición política de la izquierda. Ellos son el único futuro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de junio de 1999