No se entendía bien, cuando estaba en la cúspide de su celebridad, que ésta le hubiera llegado a un actor tan inhábil como él, a quien algunos directores encargados del embolado de sacar zumo de su tosca mole cortaban réplicas y escenas enteras,porque en ellas tenía que reír. No sabía hacerlo, le salía, en vez de risa, el perfil de una mueca asqueada; y la cara, que quieta alrededor de su mirada saltona alcanzaba dureza y gravedad, se le convertía en el garabato de una caricatura de gigante de cartón piedra. De ahí probablemente que su filmografía se incline, aunque haya en ella incursiones en la comedia y el cine musical, al western, el thriller y, sobre todo, el fresco histórico altisonante, buen campo para hacer crecer la solemnidad. Cuando Mature apretaba los dientes y se ponía severo y amenazador, su vozarrón, si estallaba en medio de quietud, atenuaba sus incapacidades, las hacía llevaderas.En sus perfiles de Treinta años de cine americano, Bertrand Tavernier fue durísimo, incluso cruel con Mature. Pero hay rasgos de su vida y su trabajo que dan que pensar. Uno es su ironía suicida, de la que procede la anécdota, quizá apócrifa pero creíble y no desmentida, de su respuesta a la negativa de hospedarle en un hotel madrileño que no aceptaba actores entre sus clientes: "Puedo enviarle", dijo Mature al recepcionista, "miles de críticas de cine que demuestran que no soy actor". Y es fácil ver detrás de sus palabras el respaldo de un corpachón escoltado por una nube de aroma de bourbon bebido a lo Spencer Tracy, Broderick Crawford y otras irónicas esponjas del celuloide sediento. Se cuenta que, debido al gran tamaño del animal humano que lo albergaba, la medida de calentamiento de Mature era, en los buenos tiempos, el trago de golpe hasta la nuca de un tercio de botella. Y se cuenta, aunque parece un infundio, que había tiros entre las meriendamachos de entonces por conseguir una colección de fotografías de Mature desnudo y con una enorme tercera pata al aire.
Se le recuerda, sobre todo, en peliculones ostentosos y muy erosionados como La túnica sagrada, Demetrius y los gladiadores, Sinhué el Egipcio y Sansón y Dalila. Pero fue también parte viva de dos obras de excepcional belleza, cine puro: Pasión de los fuertes y El abrazo de la muerte, en el que, dirigido por John Ford y Henry Hathaway respectivamente, esculpió en granito dos vigorosas rocas de la leyenda del western y su derivación urbana, el thriller. Y bastan estos dos golpes para que Mature no se haya ido del todo el último miércoles en su casa de Pasadena, donde, desde que le echaron de Hollywood, vendía neveras.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de agosto de 1999