PEDRO UGARTE Si los domingos por la tarde son ese melancólico epílogo final de los fines de semana, el domingo terminal de todas unas fiestas adopta un aspecto casi trágico. Durante nueve días la gente ha disfrutado, ha tenido la oportunidad de verse o ver a sus amigos retratados en la prensa, ha acudido a conciertos y espectáculos o ha recurrido, en cualquier caso, a ese permanente recurso de la euforia que es consumir alcohol y comprobar cómo la vida adquiere otro sabor y, si insiste un poco, incluso otro color. Sí, durante nueve días incluso la política (que en este país es incesante, y siempre da que hablar) ha desarrollado su permanente conflicto con sordina, en voz baja. La política (como la economía) sabe que unas fiestas son apenas un paréntesis, una especie de tregua concedida a la sociedad. Las fiestas obran el milagro de mantener a todo un pueblo flotando, ajeno a sus apremiantes problemas. Aunque sólo fuera por eso, merece la pena habilitarlas año tras año. Y quizás también por eso, el domingo en que todo termina reproduce y multiplica las afrentas con que la realidad castiga a los seres humanos en esos otros domingos en que concluyen los fines de semana. Para el común de los mortales de la villa, aún quedará una semana colchón, una paradisíaca semana en que descansar, reunir fuerzas, meditar sobre todos esos proyectos que uno se ha marcado para el nuevo curso que se nos echa encima. No es mala palabra la de curso: desde nuestra infancia es el verano la estación que marca la auténtica frontera entre uno y otro año. Hay en la palabra curso una connotación académica, laboral, empresarial, incluso política, que nos enfrenta con once nuevos meses de esfuerzos y trabajos. Sí, quizás esta agosteña semana que aún nos queda servirá para ir trazando en el magín, con tiralíneas, los proyectos que habrá que afrontar muy pronto. Existen también seres más infortunados: aquellos que hoy, lunes, ahora mismo, inician su largo calvario de trabajo. Si han vivido con intensidad las fiestas sentirán que es aún más dura la caída. Pero, valor: los seres humanos estamos hechos de alguna sustancia extraordinaria. De otro modo no podría explicarse cómo somos capaces de aguantarnos en sociedad, incluso de ir mejorándola poco a poco a base de miles de millones de horas de trabajo compartidas. Con la expectativa de una semana de asueto o con la ensombrecida amenaza de una semana de trajín, ayer Bilbao respiraba melancolía. Era esa melancolía impropia de las severas ciudades del norte de Europa, donde se desconocen apoteosis como la Aste Nagusia. Durante nueve días nos permitimos un comportamiento de sabios y despreocupados mediterráneos. Pero ahora toca volver a nuestro ser. Miles de despertadores, olvidados en las mesillas de noche, están dispuestos para ponernos en forma cada mañana. Yo ya he mirado el mío de reojo.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 23 de agosto de 1999