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Editorial:

Transparencia genética

LOS ALIMENTOS conocidos como transgénicos, es decir, aquellos en los que se han inducido modificaciones genéticas para aumentar su rentabilidad productiva o su resistencia a las plagas, suscitan entre los consumidores cierta inquietud por sus posibles consecuencias perjudiciales sobre la salud. Esta inquietud no está probada, ni está fundada en argumentos científicos; pero es indiscutible que los consumidores tienen derecho a saber si lo que adquieren o ingieren ha sido manipulado genéticamente y en qué grado. Deben disponer, por tanto, de la máxima información sobre la naturaleza de los productos que compran; y deben ser las empresas productoras y comercializadoras las que se hagan responsables de esa información.Por eso, la decisión de las autoridades británicas de imponer a los restaurantes la obligación de informar a los clientes sobre los productos transgénicos que utilizan en sus menús -principalmente harinas de soja y de maíz, que se comercializan legalmente en el Reino Unido y en Europa- es un gesto loable, cuya aplicación debería estudiarse en otros países de la UE. No es una medida fácil, porque los restaurantes pueden tener dificultades a la hora de obtener la información requerida. Pero es mejor imponer una vía de información, aunque sea imperfecta, que instalarse en la desinformación con el pretexto de que es difícil obtenerla.

El problema de fondo es que los legisladores todavía no han avanzado en la definición legal de los métodos adecuados para detectar y cuantificar la presencia de transgénicos en los productos alimenticios; por ello no es posible establecer normas precisas de transparencia informativa sobre este tipo de productos. El debate sobre el porcentaje de modificación genética a partir del cual un producto debe ser considerado transgénico y, por tanto, comunicarse a los consumidores ha de sustanciarse con urgencia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 24 de septiembre de 1999