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Tribuna:

Un misterio

Un sacerdote logró abandonar el tabaco y a los pocos días dejó de creer en Dios. Colgó, pues, los hábitos y consiguió trabajo como dependiente en una tienda de objetos religiosos. Vivía en una modesta habitación, una especie de celda con la cama de hierro y un lavabo. Por las noches solía tomar algo en un bar cercano, aunque lo que le interesaba, más que cenar, era contemplar a los fumadores. Observaba minuciosamente cada uno de sus gestos intentando comprender qué placer había podido encontrar él mismo, en otro tiempo, en el tabaco. Finalmente regresaba desalentado a su habitación y se hacía preguntas esenciales que se diluían en el aire al alcanzar el techo. Muchos domingos iba a la iglesia y observaba atentamente también a los creyentes para ver si era capaz de reconocer en ellos un fragmento, por pequeño que fuera, de sí mismo. Los curas le llamaban especialmente la atención y a veces los seguía por la calle hasta que su comportamiento comenzaba a resultar inconveniente.Un día conoció a una mujer que se enamoró de él, pese a que le había contado su vida, sus adicciones anteriores, sus dudas. Al poco la invitó a su habitación y pasaron la noche juntos en la cama de hierro. Después de hacer el amor por primera vez, él se puso boca arriba, contemplando el techo del dormitorio con expresión ausente, y en lugar de fumar, que es lo que apetece en esos momentos, le dieron unas ganas incontenibles de creer en Dios. Creyó en Dios diez minutos, el tiempo de un Marlboro, y le supo mejor que el cigarrillo que encendemos al salir del cine. Hicieron el amor cuatro veces, y las cuatro veces, al terminar, consumió una porción de fe cuyo sabor despertó violentamente las glándulas de su conciencia, como la primera copa de un ex alcohólico que recae.

Regresó al convento, y al poco de iniciarse en los ritos de la vida monástica volvió a fumar de nuevo. Primero, después de comer. Luego, tras oficiar la misa. Más tarde, todo el rato. Fumaba y creía en Dios de forma compulsiva. El tiempo que había permanecido sin tabaco y sin Dios le parecía un paréntesis letárgico. No volvió a ver a la mujer, de quien pensaba a veces si sería la Virgen.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 24 de septiembre de 1999