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Tribuna:

Bolardos

JUANJO GARCÍA DEL MORAL El fenómeno de los bolardos es sorprendente. Llama la atención la gran variedad de modelos de estos elementos destinados a impedir el paso de vehículos que el Ayuntamiento de Valencia ha colocado de un tiempo a esta parte en las calles de la ciudad. Los hay de todas las formas, tamaños y materiales. Sólo coinciden en una cuestión, la estética: por lo general, son de dudoso gusto. En este aspecto, los bolardos no hacen sino seguir la tónica general del mobiliario urbano elegido por nuestra alcaldesa para decorar las calles de la ciudad. Ahí están, como más claro exponente, los inservibles chirimbolos plantados por doquier hace unos años, del mismo estilo decimonónico que las innumerables farolas que pueblan las aceras y ciegan a los ciudadanos, además de contaminar el cielo con ese derroche de luminosidad. Menos mal que en los bolardos, al ser estrechos y alargados, no cabe publicidad. Pero no padezcan, seguro que alguien inventa algo para aprovecharlos comercialmente.

Sin embargo, si el número y la variedad de bolardos resulta sorprendente -menudo chollo para el fabricante, el intermediario o quien quiera que consiga el correspondiente contrato-, no es menos llamativo cuán rápidamente se deterioran. En ocasiones sólo es cuestión de horas lo que tardan en aparecer rotos, torcidos, arrancados o, en el caso de los bolardos de mampostería, machacados. Entonces pueden permanecer así durante mucho tiempo sin que los servicios municipales los arreglen, de manera que, aparte de no cumplir con la finalidad para la que fueron colocados, causan muy mal efecto. Además, en esas condiciones, aparte de no cumplir con su loable cometido de impedir que los coches invadan aceras y jardines, los bolardos se convierten en un peligro para los peatones. Así, la rotura de los modelos cuya fijación al suelo se realiza mediante tornillos supone una amenaza para la integridad de los pies, o al menos de los zapatos, de los ciudadanos que tienen la mala fortuna de tropezarse con ellos. Tengan cuidado. Yo ya he tenido que tirar unos zapatos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 23 de noviembre de 1999