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Tribuna:

Ley

La polémica en torno a la Ley de Extranjería sólo podría explicarse por un motivo político: al oponerse a ella, el PP y su Gobierno pretenderían hacerla pasar por mejor de lo que es; y, al votarla, finalmente, nos venderían la burra de que se trata de la ley más progresista de Europa, y no de una que es un poco mejor que la que ahora tenemos, pero infinitamente mejorable. Ahora bien, me temo que este centradísimo Gabinete está realmente horrorizado ante lo que algunos de sus miembros apoyaron en un momento de locura transitoria. Me temo que sólo se propone utilizar a los emigrantes como arma arrojadiza electoral.La demagogia puede salirles bien. Excita mucho a las masas hablarles del peligro de una imparable invasión de trabajadores extranjeros (y, sin embargo, debería hacernos reflexionar el hecho de que devolverlos drogados y maniatados a su tierra no les desanima), lo cual, supuestamente, instigaría el racismo; y todavía puede engatusarnos más, ahora que somos altos y rubios, el argumento de que con esta ley podemos decepcionar las expectativas que la UE tiene depositadas en nosotros. Mano dura y muros altos. Las tácticas policiales son muy apreciadas por una ciudadanía cada vez más pusilánime.

Pero la ley, tal como señala SOS Racisme-Catalunya en la resolución de su último congreso, no es el acabóse: la regulación sólo se aplicaría a personas llegadas antes del 1 de junio de 1999 que hubieran solicitado previamente permiso de residencia o de trabajo; igualmente, la regulación permanente exige dos años de empadronamiento y poseer medios económicos de subsistencia; y no es cierto que la extensión sanitaria suponga un coste extraordinario, como tampoco lo es que sea incompatible con los acuerdos de Tampere. No votarla, por el contrario, nos igualaría a lo que quiere la ultraderecha europea.

Lo peor de esta movida es que hurga en los miedos más mezquinos: a la invasión, al gasto, a la posible delincuencia. Y ni siquiera nos deja ver el lado práctico: los extranjeros regularizados pagan sus impuestos como cualquier ciudadano y, además, nos llegan a una edad en que el Estado no tiene que invertir en su educación.

Habría que exigir menos xenofobia y más sentido común.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 25 de noviembre de 1999