La celebración del Día Internacional de la Mujer en plena campaña electoral no ha sido desaprovechada por los partidos políticos. Cada cual ha agudizado su ingenio para no quedarse el último a la hora de proponer medidas que pongan de manifiesto su inequívoco compromiso a favor de la igualdad, especialmente en los terrenos laboral, social y político. El número de mujeres electoras -unos 17 millones, algo más de la mitad del censo- justifica que los partidos rivalicen en iniciativas para atraerse ese filón de votos.Que estas iniciativas estén teñidas de electoralismo no les quita valor ni oportunidad, porque responden a una situación de discriminación real. Es incontestable el avance de la mujer hacia la igualdad a lo largo del siglo XX, en contra de ideologías y fuerzas sociales de derechas que la ensalzaban como madre y reducían su papel social al ámbito del hogar. Pero a medida que se le han ido abriendo los caminos laborales, sociales o políticos han surgido nuevas formas de discriminación, en ocasiones solapadas y al amparo de idearios que dicen propugnar su igualdad.
En mayor o menor medida, todos los partidos coinciden en adoptar medidas contra la desigualdad laboral y salarial de la mujer, así como contra la violencia doméstica. Toda beligerancia es poca en estas cuestiones. La cifra de mujeres maltratadas o asesinadas habla por sí misma. La línea divisoria entre la derecha y la izquierda pasa por su forma de afrontar la discriminación. El PSOE e IU quieren ayudar a que desaparezca mediante la inclusión de un 40% de mujeres en sus listas. El PP y CiU, en cambio, fian a su capacidad y al mérito individual -una especie de laissez faire- el método para acabar con esa discriminación. La cuestión es polémica, pero los obstáculos para lograr una igualdad que ya nadie objeta son tan formidables que no le vendrá mal a la mujer un poco de discriminación positiva por parte del poder político.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 9 de marzo de 2000