Los verbos se hacían carne y habitaban entre las personas. Bebían de los veneros del pueblo palabras de vida eterna, luz para el arduo camino penoso, vigor para combatir. Cenicientos dictadores de cadenas y patíbulos, mortíferos bandidos, carcelarias mandíbulas trataron de ahogar el canto encarnado de un "valenciano de alegría" de Orihuela. Murió el 28 de marzo de 1942, "a las cinco horas, treinta minutos, como consecuencia de fimia pulmonar" Miguel Hernández Gilabert, en la prisión llamada Reformatorio de Adultos de Alicante, hoy hace cincuenta y ocho años: "Muere un poeta y la creación se siente/ herida y moribunda en las entrañas".Quisieron asesinar la palabra, el único bien que se les escapaba a ells de sus garras; el único viático que acompañó a los vencidos, perseguidos, desposeídos ("yugos os quieren poner/ gentes de la hierba mala,/ yugos que habéis de dejar/ rotos sobre sus espaldas") a la mazmorra, a la diáspora, a la catacumba y a la tumba, sobreviviéndoles, pues "en el verbo estaba la vida y la vida era la luz de las personas et lux in tenebris lucet". En el Sumarísimo de urgencia núm. 21.001 del Tribunal Militar núm. 1 de Madrid, en 1940 -hace 60 años-, los poemas Incendio ("Es como un sol que disipa las tinieblas lunares") y Canción del esposo soldado ("He poblado tu vientre de amor y sementera... Para el hijo será la paz que estoy forjando") son las piezas de convicción y causa suficiente para condenarlo a muerte por "adhesión a la rebelión". El cínico "auxilio a la rebelión" invertida por los usurpadores fementidos con que afligió el tirano a nuestros padres y abuelos de la España leal, un testimonio más de poeta y gente compenetrados, poesía, historia y pueblos acompasados: "Vientos del pueblo me llevan,/ vientos del pueblo me arrastran".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 28 de marzo de 2000