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Tribuna:

Espárragos

MIQUEL ALBEROLA

Además de panteras postindustriales, rapsodas en bombonera, filósofos de cooperativa, apóstoles del estampado jacquard, orfebres de la filología y algún extraparlamentario vitalicio, La Vall d'Albaida también produce espárragos. Son -con el permiso de la autoridad indígena- la expresión más espiritual de esta tierra blanquizal, y su manifestación es vivida como un acontecimiento extraordinario por parte de la biodiversidad que lo habita o lo ensueña desde el extravío particular, como es el caso. Este instinto cósmico, que cada primavera remueve los sentidos y empuja a salir en su búsqueda (condensando las disciplinas de superación de muchas religiones), para algunos es sólo un impulso interior que no obedece más que a los jugos gástricos. Y no es poco fundamento. Sin embargo, para otros también representa un estrecho vínculo con el labrador que llevan ahogado en el ácido y camuflado bajo la gabardina y el bronceado cibernético de I+D. Pero sobre todo, se trata de un pasaje a la infancia. Al bocado más sabroso de la identidad de uno mismo, que está en el animal salvaje que una remota tarde, bajo la amenaza de una tormenta presocrática, desafió a Newton en el repecho de un barranco, a Arquímedes en medio de un azud y al guarda rural en la copa de un cerezo. En base a estas tres premisas, mis amigos recogieron espárragos de la umbría de la sierra del Benicadell y de la solana de las estribaciones más blandas del Buscarró para establecer un contraste simétrico con los bordes de este territorio, cuya bisectriz inevitable era una tortilla con un lomo de dos dedos de consistencia. No era necesario esperar a la secuenciación del genoma para notar que nuestro origen estaba trabado a la confusión frita de ese tejido vegetal, urdido con brotes de distinto sabor, color, aroma y contextura. Para ir hacia uno mismo y sentirse una prolongación de la acumulación de hombres y mujeres que fluye en la médula, con todas sus circunstancias y contradicciones comprimidas y reducidas a caldo de tuétano, no hay más que hacer caso a ese estímulo genésico y luego consagrarlo en la sartén.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de abril de 2000