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Tribuna:

No hacerlo

Oída en medio de la niebla del otoño de Lima, esa frase que Adolfo Marsillach pronunció el otro día en Sevilla cuando le entregaron el Premio Max por toda su vida teatral es un recordatorio moral extraordinario. Dijo el veterano actor: "Creo que me dan este premio no sólo por lo bueno o por lo malo que he hecho, sino que me lo dan, sobre todo, por lo que me he negado a hacer". Perú, este país, vive bajo una dictadura sofisticada. Es, como diría el mexicano Héctor Aguilar Camín, una de esas dictaduras minuciosas que acosa a la gente desde los mil ojos viscosos que tiene la falta de respeto por la libertad y que se sirve de nuevos medios -electrónicos, fiscales- de intimidación que inauguran lo que Mario Vargas Llosa ha calificado aquí estos días como las bases de la dictadura del siglo XXI.Los medios de comunicación son extorsionados con las amenazas más obvias, desde la retirada de la publicidad al secuestro moral de la voluntad de sus propietarios, y se percibe en todas partes una sensación real de que aquí sucede de otro modo lo mismo que a nosotros, los españoles, nos pasó mientras ocurrió nuestra propia dictadura, la franquista. En la distancia que imponen los años, los países se suelen olvidar de sus propios crímenes, e incluso los cómplices de las viejas sevicias se consideran exonerados de lo que hicieron; pero ver en tiempo real lo que también a nosotros nos pasó devuelve al presente la dignidad extraordinaria de los que se negaron a hacerlo, la de quienes renunciaron a ponerse al lado del poder cuando el poder estaba basado en el golpe de Estado, la corrupción y la forma más evidente de fascismo; los que se negaron a hacerlo, merecen hoy honra y premio; en Perú hay también, y esto se nota en las conversaciones y en los silencios, los que no han querido hacerlo, pero hay una legión que se prestó a secundar, por miedo y también por vicio, los dictados del régimen.

Hoy parece que se está rompiendo esa tela de araña; hay, sin embargo, una campaña evidente, machacona y obscena que trata de desacreditar a todos los que rompen la fila y se ha creado para ello un entramado increíble de medios adictos que tienen una perversa imaginación de fábula. Frente a ese paisaje hubo y habrá la dignidad de los que no quisieron hacerlo. Marsillach no hablaba en Sevilla del pasado; el presente está por todas partes.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 11 de mayo de 2000