Hace unos días se decía en este rotativo que la homosexualidad ha pasado a ser un "distintivo contemporáneo" y que el homosexual se exhibe o se declara como tal, habiéndose convertido en un "icono del estilo del siglo" (La importancia de parecer gay, 18 de mayo de 2000). Ojalá.Pero al afirmar tal cosa se comete la ligereza de tomar una parte por el todo, de universalizar una apariencia occidental y limitada que, pese a constatarse en ciertos momentos y lugares, contrasta fuertemente con la cruda realidad, desde Asunción a Pekín, con parada especial en el Vaticano.
Detrás de las corrientes liberales pro-gays sigue subyaciendo un importante rechazo popular aprendido, arraigado y violento hacia la homosexualidad. Los lemas y actitudes homófobos continúan asentándose en la conciencia colectiva y se despachan a gusto en todo y por todo el mundo, con algún o ningún recato, como conjuros capaces de ahuyentar la sombra de unos "infestados". Y esta homosexualidad cotidiana no parece "posmoderna" ni que encaje con la definición de "referencia estilística".
Lo que estamos viviendo no consiste en una nueva moda, por mucho que insistan el cine y la televisión. Se parece más bien a un despertar, o a un complejo y pausado reventar de ampollas de profunda represión que, al amparo de la razón y de la comunidad médica, empiezan a desparramar su contenido. En todo caso, la moda es, como siempre, otra forma de sacar tajada del asunto.
Y en ese lento y perturbador proceso de sup(u/e)ración, la realidad, mucho más indigesta y cutre de lo que quisiéramos, está ahí para tenerla en cuenta y otorgarle su justo valor; refugiarse en el día del "orgullo gay" o en la idealización mediática para eludirla o repararla es una frivolidad y una adulteración. La intención es buena, que no decaiga. Pero vamos a esperar a terminar el tejado para colocar la banderita.-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 4 de junio de 2000