Me lo ha reprochado mi hijo algunas veces: "No nos habéis dejado siquiera espacio para la transgresión". Para transgredir se necesita que alguien esté dispuesto a ofenderse, ya sea en lo militar, en lo civil o en lo familiar. Cuando los de la generación del 68 hemos pasado de ser hijos -probablemente el papel para el que estábamos mejor preparados- a ser padres, a fuerza de querer ser liberales hemos perdido la capacidad de indignación con nuestros hijos. Y ellos se han quedado sin muñeco contra el que tirar sus flechas. Ha sido la tentación de la inocencia quizá el principal dislate de una generación que no quería ser mayor.Para la generación del 68, el espacio de la transgresión era la revolución y el sexo. El sexo ha sido normalizado. Hoy es objeto de publicidad, de voyeurismo televisivo y de cursos de autoestima.
La revolución ha desaparecido del horizonte de las cosas deseables. Para la generación del milenio, el espacio de la transgresión parece
reducido a la violencia sin objetivos precisos: el territorio de los skins. O a la okupación que ataca al sacrosanto principio de la propiedad privada.
Al fin y al cabo, el antifascismo como melancolía y la propiedad como redescubrimiento son los dos últimos mitos de sus padres, la generación del 68.
Algunos dicen que la capacidad de tragar que tiene la sociedad de la indiferencia es tal que la transgresión es imposible. Todo se puede decir, pero sólo cuenta lo que está permitido. Lo demás queda a beneficio
de inventario. La última vez que oí un análisis parecido fue en 1967. Su autor, Pierre Bordieu. Unos meses más tarde fue Mayo 68. Ahí está la generación del milenio para pronunciar un nuevo desmentido.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de agosto de 2000