En el Camp Nou el sábado por la noche el fútbol fue lo de menos. El ambiente evocaba imágenes de otro tipo, de toros, tragedia griega, cristianos en el coliseo. La fría estadística, el 2-0, enmascaró la naturaleza verdadera de un espectáculo en el que se representaron los grandes temas de la humanidad: el amor y el odio, la traición y la venganza. Los 104.000 devotos que colmaban las gradas del anfiteatro más vasto de Europa habían acudido a ver una victoria de su equipo, sí, pero lo que pedían a gritos era el sacrificio de sangre que les ayudase a superar el dolor, el atropello emocional que les había causado su hijo predilecto, su Caín portugués.Pero al final, muy al final, fue el amor el que venció. Tras acabar el partido, al compás del baile culé sobre el ensangrentado cadáver blanco, todos los jugadores del Barça buscaron a Figo, y le abrazaron. Fue amor aquello. Fue noble. Fue conmovedor. Y fue también la traición más grande de todas. Más descarada, más brutal, que la del mismísimo Luis Iscariote. Aquellos jugadores que abrazaron a Figo, que lo consolaron, estaban transmitiendo un mensaje a los aficionados del Barça y a los de todo el mundo, a los millones de dementes cuya felicidad depende de la fortuna del equipo que, por algún motivo misterioso e inescrutable, han decido adoptar. El mensaje era: nosotros los jugadores de fútbol no somos una raza aparte; nuestra primera lealtad no es a los colores del equipo en el que militamos, de la misma manera que la primera lealtad del típico aficionado culé -o madridista o manchesteriano o milanés- no es a la empresa que le da empleo. Antes de eso viene la lealtad a los amigos, y a la cuenta bancaria -y por ende a la familia-. ¿Qué le va a decir su esposa a un futbolista si llega a casa y le dice, 'Oye, me han ofrecido un salario dos veces mayor en otro club pero, por lealtad a los colores, he decidido que me voy a quedar donde estoy'? Si la mujer no lo mata en ese instante, como mínimo le pide el divorcio.
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Los jugadores del Barça le estaban diciendo a los aficionados con ese gesto solidario hacia Figo que no se engañaran, que, al fin de cuentas, los jugadores no comparten las fantasías de aquellos locos que tanta histeria generan en las gradas, y ante los televisores en sus casas. Luis Figo, decían, seguía siendo un amigo, y que si algún día les llegaba de otro club una oferta salarial tentadora, ellos también estarían dispuestos a pecar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 23 de octubre de 2000