Si existe algo más inexpugnable y difícil de pillar que la legionella de Alcoy, es la zaplanella. El día que se abra la caja negra de este episodio autonómico finisecular se podrá constatar que Eduardo Zaplana también fue, en cierto modo, un microorganismo que se propagó por inhalación, a través de los aerosoles creados en sus propios discursos, en los que vaporizó la nada en partículas que parecían palacios y viceversa, si era de su interés. Quizá la sociedad valenciana tuviese el estancamiento apropiado, con la materia orgánica y los posos de corrosión indicados, así como una temperatura política entre 25 y 40 grados, para que llegara hasta la cumbre de la torre de refrigeración de la Generalitat y se propagara.Se verá que su arma disuasoria, tanto para el ataque como para la defensa, fue el aerosol retórico. Y que aquí, más en la biología que en la ideología, radicó su fortaleza política. Hasta el punto que si se pasase al lado oscuro, habría que pillarlo con las manos en la masa, en compañía de dos notarios, una patrulla y varias cámaras de televisión, y aun así negaría lo que saltaba a la vista sin dejar de mirar a los ojos del interlocutor con cara de estadista compulsivo.
El presidente de la Generalitat desplegó ese mismo frontón hermético ayer por la mañana en las Cortes para que rebotaran las blandas pelotas que le lanzó Joaquim Puig, con sus nuevos modos de hacer oposición, y los insistentes mordiscos a la yugular de Joan Ribó. Zaplana se cerró en banda, mientras Serafín Castellano ardía en llamas, y se quedó a un paso de negar que hubiera legionella en Alcoy, puesto que la única epidemia palpable era la envolvente perversa de los medios de comunicación y de la oposición. Entonces enchufó el ventilador, exhumó la mortandad del caso Ardystil, se dio lustre y se fue como vino, con sus dos vicezaplanas y el aerosol flotante habitual.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 1 de diciembre de 2000