- ¿Qué nuevas me traes de la Turdetania, mi buen escudero?- demandó, solícito, el príncipe Aznarín. A lo que el fiel andaluz, tras aclararse la voz de muy íntimas zozobras, replicó:
- No tan buenas como quisiera, mi señor. Por más que vuestro sol brilla con renovados esplendores por todo el haz de la cristiandad, ¡oh Campeador de Humanidades, Indultador Magnánimo, Amadís del Milenio...!
- ¡Tente, tente, Arenín! Que las paredes oyen y no conviene empezar este nuevo cuento con expansiones semejantes. Habrásme de ser respetuoso, pero comedido, que la mucha alabanza hincha el corazón.
- Desde luego, mi Príncipe. Mas como al tiempo me tenéis ordenado que os sea sincero...
- Está bien, está bien..., ¿cómo era eso con que pretendías regalarme el oído?
- ¿Campeador de Humanidades? ¿Indultador...?
- No, no..., lo otro.
- ¡Amadís del Milenio!
- ¿De dónde salió tal?
- Del amor que vuestro pueblo os profesa, mi señor. Viniendo precisamente hacia estas riberas del Pisuerga, oíselo cantar a unas mozuelas en el corro, entre otros villancicos y donaires: 'Tiene España un adalid / que a todos nos salvará. /Del Milenio un Amadís, / gloria de la Cristiandad'.
Un rictus de incontenible gozo frunció la comisura derecha del Príncipe, mas sin que el recio y varonil mostacho un ápice se moviera. Por la izquierda, no obstante, pronto amagó otro rictus de amargura. Y fue al recuerdo fugaz del otro sobrenombre, el de Indultador Magnánimo. Leve suspiro y prosiguió:
- Bueno, volvamos a la Turdetania. ¿Qué les escuece ahora a esos ingratos moriscos?
- Más que ingratos, si me lo permitís. Pues que andan de nuevo en pie de guerra.
- ¡Cómo! ¿Acaso no se han enterado de que ya camina por los legajos aquel ingenio diabólico que llaman AVE, de Málaga la Bella hasta la Corte? ¿Y el nuevo azud de Sevilla, cómo era nombrado y renombrado.?
- Melonares. El que en triste hora costóle el sitial a la noble Solinda.
- No me lo recuerdes, por favor -alzó su mano Aznarín, muy compungido. Y al cabo, en su infinita paciencia: ¿Acaso no ven el ejemplo a seguir en mi dilecto alcaide de La Carolina, que a la mínima pleitesía que me rinde yo le multiplico las mercedes?
- Pues no, mi señor, que en su fanatismo, ciegos parecen.
- Por cierto, ¿cómo quedó el asunto aquél del alférez de mi buen amigo Palacios, el que quiso sufrir martirio en tierras vascongadas? ¿Ha sido ya recompensado el muchacho?
- Aún no, mi señor. Un pérfido juez acaba de archivar la demanda.
- ¿Otro juez? ¿¡Pero es que en mi reino ya no hay más que jueces malandrines!? -Santo furor, puñete a la mesa, tinteros tintinear. Tras un largo silencio y más largo suspiro-: Pasemos a otro asunto. ¿Qué tal mi intrépida candidata, la sin par Teofinda de Gades?
Esperara el Príncipe una rápida respuesta de su fiel escudero. Mas tal no se produjo, sino que el sevillano carraspeó más de lo necesario, antes de atropellarse diciendo:
- Bueno, en fin, es el caso, mi señor... (Continuará)
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 11 de enero de 2001