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COLUMNA

Olvido

Antes de entrar en el paraíso, tuviste que guardar cola, hasta mostrarle al gendarme el traje de los días feriados, las prendas íntimas, la fotografía de tu novia y toda la vergüenza de un intestino con demasiadas ausencias y remiendos. Aquel servidor de la ley era una divinidad que te observaba con sarcasmo, desde su altura. De pronto, te arrancó la fiambrera que apretabas contra tu pecho como un escapulario, la abrió y olfateó con deleite el aroma de los chorizos cocinados en su propia grasa, que te había preparado tu madre en el desconsuelo. Eran para el largo e incierto viaje, hacia el destino donde te arrastraba la necesidad. Y te los confiscó, con el mayor descaro. Le suplicaste, pero él se limitó a extender su poderoso brazo con el chasquido de un látigo, mientras fulminaba todos tus sueños y te reducía la esperanza a un asiento del expreso para Ginebra. En la estación de Ginebra quisiste comprar tabaco, estirar los músculos por el amplio vestíbulo, en aquellas dos horas de espera, antes de emprender de nuevo el viaje. Pero otro servidor de la ley, con uniforme gris, te lo impidió: tus derechos no iban más allá de una pequeña sala, que compartiste con italianos, turcos y magrebíes. Pasaste años en el enjambre de pobreza que subía del sur, para limpiar toda la basura que expelía la opulencia de aquel universo, en el que no eras si no una criatura procedente de la desesperación. Mientras, en tu lejana patria de ejecuciones, un gobierno que había medrado a la sombra del paredón, exaltaba tu valor y tu aventura. Pero, en el fondo, no eras más que una sustancia despreciable, aunque útil aún para aportar divisas a toda una panda de jerarcas y financieros, con la chequera al cinto.

Finalmente, cuando regresaste a tu país, supiste que la memoria era una carga de alto riesgo y la echaste a la hoguera. Ahora, desde lo alto de la terraza de tu casa y de tu olvido, observas con cierta inquietud el enjambre de pobreza que aún sube del sur. Y te estremeces: esas gentes oscuras que llegan impulsadas por la necesidad, hurgarán en tu basura, y hasta puede que encuentren los restos de tu cobardía.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de enero de 2001