La gran vergüenza nacional ha sido consumada. La Ley de Extranjería ha entrado en vigor, consagrando la tal palabra, extranjería, como sinónimo de múltiples adjetivos deleznables: desechables, explotados, repatriados, esclavizados, humillados; aplicados a los otros, los débiles, los indefensos, los necesitados. Es la ley del más fuerte, en realidad. Del más poderoso e insensible. Es la ley que, primero, convierte a sus destinatarios en parias y que, a continuación, se complace en tratarlos como a tales.
El presidente del Gobierno, con su habitual arrogancia garbancera, marca, con sus sucesivas declaraciones, el trato a que deberemos someterles: 'Pero, bueno, ¿cómo se atreven los ilegales que hemos ilegalizado a pretender tener derechos?', viene a decir. ¿Cómo se atreven, él y los suyos, a repartir derechos civiles, a decidir quién tiene que ser tratado como un ser humano y quién como una bestia de carga? Se atreve, claro: él, que no distingue entre una manifestación y una merienda campestre, es muy osado.
Dar por hecho lo inevitable será nuestra vergüenza. Negarnos a sustentar las reclamaciones del colectivo trabajador en situación irregular será nuestro error, como individuos y como sociedad. El grito de los encerrados, de los manifestantes, apela directamente a nuestra conciencia, sea desde Lorca o desde Melilla, desde Algeciras o desde Barcelona. Deben saber que no están solos, que hay algo más que autoridades civiles, militares y eclesiásticas a su alrededor.
Y otra vergüenza será permitir que antiguos explotados (pienso en esa zona, la Murcia de mis ancestros, que tanto debe a los permisos de residencia y trabajo en tierra extraña) se crean con derecho a practicar la trata de inmigrantes. Y otra más: consentir en que se les devuelva porque se ha decretado que son innecesarios. Y aún otra: admitir que se establezcan cupos para que venga gente de usar y tirar.
No es verdad que las cosas no puedan cambiarse. Pero hay que desear verdaderamente el cambio, hay que creer en él y trabajarlo. Quizá los inmigrantes no puedan hacer nada para anular la injusticia. A nosotros, en cambio, no nos faltan ni voz ni ocasiones para sacudirnos de encima las múltiples vergüenzas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 25 de enero de 2001