Fue en abril de 1993 cuando, abrumado por la necesidad, compré un billete que me permitió subir al seguro tren de la justicia; inicio su marcha y, pacientemente pero con la inquietud de la incertidumbre, contemplo los distintos lugares, estaciones y apeaderos por los que me conduce.
Hoy me levanto de su incómodo asiento y, absorto, me veo reflejado en un pequeño espejo situado frente a mí. Y mis ojos, invadidos por la tristeza, observan el cambio de color de mi cabello -ahora es blanco-, y ni siquiera sé dónde o cuándo podré bajarme de este tren que en su lento y tormentoso viaje sigue consumiendo parte de mi vida.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 31 de enero de 2001