El otro día me encontré, de frente y en una calle estrecha, con cinco motos que se me acercaban por dirección prohibida y a toda velocidad. Pisé el freno a fondo para que no me atropellaran, y me quedé pasmada contra el volante, llena de algo que parecía estallar, sin movimiento, ni ideas, ni respiración. No sé si se trataría de una provocación o un divertimiento o pura necedad, no pude ver su expresión bajo los cascos, pero por el estruendo de los tubos de escape, por la actitud arrogante, por las espaldas rectas y los brazos fuertes, de lo que estuve segura entonces fue de que no eran tímidos, por lo menos el líder, el primero.
Esa idea se me debió venir a la cabeza porque tenía reciente un escrito de Sánchez Ferlosio en el que dice, con toda la razón del mundo, que la timidez es un tesoro: la sensibilidad para la distancia -en este caso también para la velocidad- y el no pretender saber cómo es el otro, la alteridad le llaman -yo, en el ejemplo-, que es la forma de reconocerlo como una persona. Para no pasarme sacando su idea fuera de contexto, añadiré que Sánchez Ferlosio termina la frase así: 'Sin ello, el conocerse es un brutal allanamiento de morada'.
La verdad es que cuando lo leí me pareció un poco exagerado porque no se me había ocurrido valorar la timidez, más bien la consideraba un obstáculo para salir adelante en esta sociedad tan competitiva; pero, parándome a pensar, y tras haber sufrido el pánico de una gamberrada tan arrogante, no me cabe duda de que con unos jóvenes menos descarados, algo tímidos, no hubiera tenido problema. Es una forma de respeto muy de agradecer.
Reconocer que el de enfrente es tan persona como uno mismo y a la vez diferente no es tan fácil como parece porque, de alguna manera, es interrogarse sobre la propia identidad. Es posible que un poco de inseguridad lo facilite; demasiada seguridad no hace más que crear problemas alrededor. En cualquier caso el de enfrente tiene la virtud de ser de carne y hueso para que se le pueda conocer cara a cara, sin ordenador por medio, ni revistas ni televisión. En fin, que esto acaba por donde debiera empezar: en la educación. Nos ahorraríamos muchos gritos, sustos y ruidos. Bienvenidos sean los tímidos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 1 de febrero de 2001