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CLÁSICA | CRÍTICA

¿Más papista que el Papa?

La Quinta Sinfonía de Mahler se ha escuchado en nuestro auditorio con las batutas de Zubin Mehta, Kent Nagano, Eliahu Inbal y Michael Tilson Thomas, entre otras. Y su adagietto permanece, además, en el subconsciente colectivo debido a la utilización que hizo de ella Visconti en Muerte en Venecia. Todo ello, lógicamente, proporcionaba un fondo de gran expectación ante su interpretación por parte de Christoph Eschenbach, a quien mucha gente empezó conociendo -allá por los años 70- en su faceta de pianista mozartiano.

Sus maneras con Mahler son, sin embargo, muy distintas a las de aquel Mozart ensimismado. Eschenbach quiso dejar muy claro (¿demasiado claro, quizás?) el carácter autodestructivo del compositor moravo. Por eso, tras la furiosa entrada y la enunciación estremecedora del primer tema a cargo de la trompeta, extremó el tono de marcha fúnebre y el tempo lento para el segundo. Tanto es así que pudo parecer una parodia de los contrastes establecidos en la obra. Las rupturas del discurso -presentes en toda la sinfonía, exceptuando el adagietto- quedaron bien enfatizadas en manos de Eschenbach: las encontramos también en la segunda sección del Stürmisch bewegt, con los vientos interrumpiendo el terso sonido de los cellos, o cuando éstos contradicen con un breve esquema melódico a los primeros violines. En este movimiento se pasaba del cielo al infierno sin compasión alguna. Luego, el scherzo (landler o vals, según se mire), fue leído de forma tan angustiosa que quedó convertido en un no vals. Todo ello -eso sí- con una transparencia, un ajuste y una belleza de sonido que ayudaban a calibrar el terrible entramado que Mahler tejió en ésta sinfonía. El finale, rico en contrapunto, sirvió de colofón para valorar la calidad de la batuta y la orquesta.

Christoph Eschenbach

Norddeustsche Rundfunk Simfonieorchester. Mahler: Sinfonía nº 5. Palau de la Música. Valencia, 4 de Febrero.

Hubo, es cierto, un punto de amaneramiento, y no sólo en la gestualidad -muy compuesta y estudiada, aunque efectiva- del director. Mahler es tremendo él solito. No parece necesario acentuar esa dimensión: simplemente, hay que dejarla ver. De lo contrario puede convertirse en caricatura de sí mismo. Eschenbach no llegó a ese punto, aunque se aproximó bastante. Seguramente Mozart, buen ángel de la guarda, le impidió caer al precipicio.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 7 de febrero de 2001