El Lázaro de Tormes que se proyecta estas semanas en algunos cines valencianos, es un Lázaro con trabajo y asentado: come, bebe, viste, calza y se acuesta con su legítima esposa. La esposa la comparte con el clérigo que le facilitó llegar a la meta de su vida: vencer el hambre mediante la obtención de un 'empleo de la Corona', es decir, un empleo en la administración pública como funcionario. La novela del XVI y la película del siglo XX son de una comicidad brutal. En la película, el Lázaro ya adulto a quien el hispanista Marcel Bataillon le calcula unos 28 años, se coloca como pregonero en Toledo. Aunque los eruditos no indican si al empleo de pregonero le correspondía la categoría funcionarial A,B,C...o la última letra del abecedario. La erudición literaria conviene, sin embargo, en que Lázaro es un personaje tan verosímil como real de la época de Carlos V, si uno deja de lado los elementos folclóricos que aparecen en la novela y la película. En la España imperial, además de mucha Inquisición, había mucha hambre, y se comprende el cinismo moral y social de Lázaro con el fin de obtener un puesto fijo como funcionario. Al fin y al cabo, en aquel siglo de descubrimientos, monarquías absolutas y concilios tridentinos, los tres caminos de la fortuna para conseguir estabilidad laboral eran 'Iglesia, o mar, o casa real': ser cura, marino o funcionario.
En estos comienzos del siglo XXI, la situación social y económica es otra. Es cierto que existen aquí bolsas de marginación y pobreza; es el llamado cuarto mundo, incrustado en las sociedades del bienestar de los países desarrollados. Pero aquí llegan emigrantes desde hace más de una década y el hambre bíblica de siglos pasados, si existe, es puntual y anecdótica. Por eso, extrañan, cuanto menos, los resultados del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas en torno a las preferencias laborales de los jóvenes, publicados en estas mismas páginas. Valoran los jóvenes mayoritariamente la estabilidad laboral, y eso es más que comprensible porque la valoramos todos y porque ellos han visto y ven de cerca la precariedad laboral y los contratos basura. Cuanto desconcierta es el deseo mayoritario de ser funcionarios, el rechazo mayoritario a la movilidad geográfica, y las pocas ganas mayoritarias hacia la iniciativa que supone el autoempleo. Se debería profundizar sobre esas cuestiones cuando tanto se habla de competitividad, de nuevas situaciones económicas donde no valen los dogmas, ni las costumbres, ni los valores aldeanos del pasado. ¿Hemos educado a las generaciones que ahora acceden al mundo laboral en valores tales como el esfuerzo y el mérito propio, o en el valor de la comodidad? Nuestros ancianos se desplazaron en busca de trabajo o para mejorar económicamente; nuestros jóvenes prefieren no moverse, aun cuando esa falta de movilidad les suponga menores ganancias. La necesidad, desde luego, no les acucia como acuciaba a los pícaros de nuestras novelas clásicas.
Si de un cómodo conservadurismo se trata, vistos los resultados del estudio del Ivie sobre los jóvenes, tendremos que ir pensando, para el futuro inmediato, como piensa Tony Blair, en una sociedad meritocrática moderna, basada por un lado en la igualdad de oportunidades para todos, y por el otro en el esfuerzo, la responsabilidad y la iniciativa de cada individuo. Hoy por hoy, ni la educación familiar ni mucho menos la escolar ofrecen ese perfil. Por eso los resultados del Ivie evocan, en cierta manera, a Lázaro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 12 de febrero de 2001