Tengo que reconocer que al terminar el día estaba absolutamente harto de soportar el zumbido de la famosa mosca. Hablo del lunes pasado, de la fiesta del genoma. Radio, prensa y televisión estuvieron comparando continuamente el genoma humano con el de una mosca que apellidaban del vinagre, pero que a mí se me antojaba más campera por su persistencia y pesadez. Al final de la jornada, algunos innovadores cambiaron el símil por un conejo y hasta hubo alguien que se arriesgó con la cebolla. En cualquier caso, a medida que se adormecían las moscas y los gusanos pedagógicos, comencé a sentir cierta sensación de algo ya conocido, de haber escuchado un festorro científico parecido en otra época.
Durante dos jornadas completas, mucho tiempo para nuestro ritmo actual, salieron a relucir todo tipo de filosofías, creencias, alfabetizaciones y viejos resentimientos sociales. Para no ser menos, me acordé de Francis Galton, un científico, psicólogo y viajero que a principios del siglo pasado se enfrascaba también en la herencia y en la medida de las características físicas y mentales. Cierto autor afirma que intentó medirlo todo, desde el aburrimiento hasta la eficacia de la oración, pasando por la inteligencia y la belleza. En las exposiciones internacionales de la época montó su tenderete para que la gente midiese la agudeza visual o la rapidez de reflejos, siempre pensando en mejorar la herencia y perseguir la genialidad. Este ambiente de euforia científica y de eugenesia biológica produjo, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, una especie de unificación entre raza y nacionalidad. El progreso estaba servido.
En los comienzos de un siglo después, y habiendo ocurrido muchas cosas entre tanto, nos vuelven a inyectar una dosis de optimismo biológico. Esta vez es el genoma humano y la comparación con la mosca, que no hay tanta diferencia, que no hay razas, que todos somos muy iguales. Pero de nuevo la ciencia está en marcha, el tenderete montado y todos pendientes de nuestra herencia, aunque esta vez pensando más en nuestra salud, afortunadamente, que en la raza o en los pueblos. Pero de nuevo tenemos un progreso a la carta.
Hay cierto sabor a rancio en todo esto. Cuando las sociedades pretendían frenar el influjo de la inmigración y levantar fronteras nacionales, la ciencia facilitó conceptos y desarrollos para establecer diferencias genéticas a través de naciones y de razas. Ahora que necesitamos eliminar fronteras y facilitar el movimiento de poblaciones, aparece el genoma y su mosca, que son más semejantes que dos parientes cercanos. Algo huele mal en la biología cuando se utiliza para dogmatizar sobre lo que interesa a la sociedad en cada momento.
Primero nos separan de los lejanos y crean los nacionalismos, ahora nos distancian de los cercanos y fomentan los individualismos. Recomendaban la eugenesia para mejorar la raza y ahora nos venden genoma y drogoterapia para cuidar la salud. Tanto trajín comienza a fatigarme, y el zumbido de la mosca, biológica ella y científica hasta la médula, me provoca poco a poco un dulce deseo de dormir. Lástima del mal sabor de boca, sabor a rancio, a ya conocido.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de febrero de 2001