Mañana, 22 de febrero, un año después, recordamos con tristeza al compañero caído, al amigo ausente, al político silenciado, al hombre bueno que nos arrebataron. Y Fernando, sin duda, se encuentra por méritos propios entre ellos.
Pero, a la par, recordamos con esperanza y con nostalgia, por qué no reconocerlo, a quien defendía con tesón la grandeza del noble oficio de la política, concebida como una actitud vital de servicio público. Oficio éste —como a él le gustaba denominar a su dedicación— que contribuyó a dignificar con su trayectoria personal, desde la clásica idea ilustrada que siempre nos repetía: las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz.
Su carácter tolerante y su discurso, imbuidos de una tozuda pedagogía, se asentaban sobre la convicción de que la tolerancia es la auténtica prueba de civilización. Así, la lealtad, el valor de la palabra dada, el compromiso y el acuerdo por encima de cualesquiera otras consideraciones constituyeron en todo momento las pautas que definieron sus modos y maneras de abordar el debate y el trabajo político, al que dedicó, sin escatimar esfuerzos, los mejores años de su vida.
Compartir con Fernando mi vida en la política ha constituido para mí un inmenso orgullo y un ejemplo incomparable de dignidad personal.
Fernando creía básicamente en los valores de la persona, en la condición de ciudadano que la sociedad le otorga, en el inmenso reto diario por la recuperación de la soberanía personal en esta tierra en que el mito de la colectividad, de la patria, ampara todo tipo de atentados a la libertad, a la dignidad y a la vida de las personas.
La desolación no es una semilla que pueda germinar en tierra alguna. Porque no hay patria que pueda edificarse sobre el luto o el terror, ni patriotismo que exija verter la sangre de sus mejores hombres. Por ende, su patria, a menudo lo decía, era su familia, eran sus amigos, sus compañeros. Era el lugar en el que darse cita con sus afectos, en el que cultivar la amistad, en el que departir con sosiego.
Pero este compromiso con el ser humano, con la universalidad del pensamiento, no le impidió amar profundamente a su tierra, a Euskadi, donde creía que su trabajo resultaba más necesario: en una Euskadi en la que reivindicar la vida y la libertad como valores irrenunciables. Él reclamaba la corresponsabilidad a todos, porque la política no es ni debe resignarse a ser coto exclusivo de políticos. Y los retos que afrontamos, el dolor que padecemos, la ausencia de libertad que nos vemos obligados a sobrellevar, no pueden ser ajenas a la sociedad y al compromiso exigible a ésta. A cada cual en su ámbito de responsabilidad, de relaciones personales, de trabajo, de amistad. Porque la arquitectura de la libertad no se levanta sobre la indiferencia, ni sobre la equidistancia; ni tan siquiera sobre la tibieza del pusilánime, sino desde el compromiso y desde la firmeza democrática de que, con el sacrificio personal y diario, nos diera tan buen ejemplo Fernando Buesa.
En esta larga marcha por la libertad, le arrebataron la vida, como a tantos. Pero hoy decimos, en su memoria, que su muerte no fue inútil, que su ejemplo no resultó baldío. Nos queda el ejemplo de su trayectoria vital que hoy reivindicamos; de su memoria que hoy recordamos; de la dignidad que como ser humano supo imprimir a su vida. Valores todos ellos que se alzan desde el recuerdo sobre la miseria existencial de sus verdugos. Para que aprendamos sobre nuestros fantasmas más oscuros, sobre las tentaciones exterminadoras que laten siempre bajo la mentira de las razas, bajo el siniestro romanticismo de la pureza de los pueblos.
Su ejemplo y su memoria permanecen entre nosotros, en su tierra, Euskadi, en la que, recogiendo el testigo de Fernando, trabajamos desde la firme convicción de que la razón acabará por imponerse a la sinrazón de quienes, arrumbando los derechos humanos más básicos, impiden por la fuerza la legítima aspiración de libertad.
El mayor compromiso que podemos brindar al legado de Fernando y a todas las víctimas del terrorismo es el trabajo diario por la libertad, reclamando rebeldía y compromiso a los ciudadanos. Rebeldía social frente a la indiferencia. Y compromiso colectivo en favor de la vida.
Javier Rojo es vicepresidente segundo del Senado y secretario general del PSE-EE de Álava
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 21 de febrero de 2001