Fue Mariano García Remón quien primero se atrevió a decirlo: aquel muchacho destartalado llegaría a ser un jugador de alta escuela. A primera vista era una escultura de futbolista sin terminar. Tenía pómulos, rótulas y clavículas por todas partes; lucía una de esas musculaturas incipientes que no consiguen vestir el esqueleto y, para completar el cuadro, se plantaba sobre el campo en un incierto equilibrio: su cuello parecía incapaz de soportar el peso de la cabeza y sus piernas se arqueaban peligrosamente bajo el peso de su figura.
-Pero, Mariano, ¿qué has visto de especial en semejante tirillas?
-Pues precisamente que no es un especialista. Dispara con potencia, cabecea bien, es bastante rápido, pasa la pelota con intención, sabe interpretar el juego defensivo y tiene llegada. Ah, por cierto: en ninguna de sus cualidades baja de los siete puntos. Por eso digo que sólo ignoramos dos cosas sobre él: no sabemos en qué puesto ni en qué equipo triunfará.
Luego se sintió fascinado por el sonido de la lira: llegó el Roma, llamó a su puerta y los agentes italianos se lo llevaron en una operación relámpago. En la distancia aquellos capitalistas parecían gente desprendida, pero vistos de cerca se convertían en remilgados mecenas, ricos inapetentes con una ilimitada capacidad para desinteresarse el sábado por todo lo que les apasionaba el viernes. Además, sus rudos capataces confundían la presión con la depresión, y se llevaban por delante a Gascoigne, Kluivert, Bergkamp, Zola, Laudrup, Ronaldo y compañía.
Iván salió milagrosamente ileso de la aventura. Volvió a España con sus canillas, sus vértebras y sus nudillos, dispuesto a burlar a los críticos que pretendieran encasillarle. Por fin llegó al Madrid cuando Fernando Redondo iniciaba la cuenta atrás. Seguía pareciendo un boceto de futbolista con su apunte de sonrisa, su corrector dental y su flequillo de franciscano. Todos desconocíamos su única cualidad desmedida: la ambición profesional. Metido en su timidez era capaz de elaborar una determinación casi enfermiza que a veces podía confundirse con la impaciencia y a veces con la rebeldía, pero tenía una buena razón para ser como era: él sí se conocía bien. Más tarde recibió una ayuda providencial; así como Pelé encontró en Couti-nho la muleta que necesitaba, él descubrió en Makelele a su hombre-trípode. Sería el complemento ideal.
Hoy, unos meses después, mantenemos una certeza y una duda sobre Iván: sabemos que es un jugador grande, pero ignoramos su verdadera estatura. Tendrá que decidirla él.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 24 de febrero de 2001