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COLUMNA

El prisionero

Probablemente, su último sueño se le esfumó entre los despojos de la retirada. Y después ya fue pasto de una eterna pesadilla. Lo vi, como tantos, con su traje y su número de Mauthausen, en el cementerio español, de Argeles. Llevaba una bandera tricolor y en sus ojos acarreaba todo el sufrimiento que se desplegó desde aquella playa hasta una colina de cenizas humanas sobre el valle del Danubio. Era un testimonio, entre los tilos florecidos y la fría tramontana. Era toda una lección de esa historia que tanto incomoda a unas gentes que sólo rinden culto a la libertad de la bolsa y de los grandes beneficios financieros. Una lección que muestra la miseria de algunos estadistas, para quienes el olvido es una garantía de supervivencia. Pero toda la memoria del horror está a salvo en la frágil criatura. Más tarde, lo vi en el castillo de Valmy y en la playa de Argeles, en medio de los fuegos que iluminaban un pasado envilecido. Víctima de la traición de unos generales sanguinarios, a los que un poder cómplice aún reverencia en la intimidad de sus letrinas; víctima del fascismo, de su violencia y de su carnicería. Sin embargo, ahora tiene la prerrogativa de denunciar, en silencio, toda la basura de las cloacas de tan preclaros varones, para quienes la conciencia no es más que una figura de los poetas sociales.

El prisionero fue antes un joven aprendiz, que le plantó cara a aquella patulea de riquezas, laureadas y golferías, alzada a tiro limpio contra la esperanza y la voluntad de los vecinos. Y aunque el joven aprendiz defendió a dentelladas la plaza, un ventarrón de proyectiles, con alabanzas al dios de los ejércitos, lo despachó a la playa de Argeles, y lo puso bajo la custodia de la garde mobile. Muy cerca de allí, agonizó Antonio Machado, quien años antes, había escrito al exiliado Unamuno: 'Aquí, en apariencia al menos, no pasa nada. Para muchos una caída en cuatro pies tiene el grave peligro de encontrar demasiado cómoda la postura'. Quizá si vieran al prisionero, con su traje y su número de Mauthausen, y la mirada rebosante de horror, se levantarían de una vez. Y avergonzados.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28 de febrero de 2001