El día 1 de mayo de 1981 fallecía en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz el niño de ocho años Jaime Vaquero. Era la primera víctima mortal de lo que pronto se conocería como intoxicación por aceite de colza adulterado. Le siguieron otras 1.100 personas que murieron por la misma causa. En total resultaron afectadas cerca de 25.000. Baste recordar que el número de humanos fallecidos por el mal de las vacas locas no llega a 90 para medir la magnitud de aquella tragedia de origen alimentario. Por ello resulta tan irritante saber que el 60% de los afectados con derecho a indemnización todavía no la han cobrado.
La sentencia del Supremo establecía que la catástrofe 'no fue fortuita', sino motivada por 'la política mercantil del propio Estado en orden a la importación de aceite', por lo que la Administración 'no sólo tiene una obligación jurídica, sino moral, de indemnizar a los afectados por la totalidad de las cuantías'. Tales indemnizaciones, de entre 15 millones para los herederos de las víctimas hasta 50 millones para los casos de incapacitación más graves, suman aproximadamente medio billón de pesetas. Por supuesto que es una cantidad muy importante, pero no es lógico que dos años y medio después de la sentencia sólo se hayan librado unos 127.000 millones, la cuarta parte del total; ni que de las 19.000 personas con derecho a indemnización, sólo 7.000 la hayan percibido al día de la fecha.
Las personas que comprometieron créditos u otros gastos, o simplemente hicieron planes vitales que han debido dejar en suspenso, han expresado su protesta por este retraso. El Gobierno está obligado a dar explicaciones -ya se las ha pedido la oposición en una pregunta parlamentaria- porque ni el mito del déficit cero ni problemas de gestión justifican este agravio adicional a las víctimas. Es una obligación jurídica y moral, como dijo el Supremo, pero también una exigencia de elemental sensibilidad humana.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de marzo de 2001