Llegan con los aromas de la pólvora. Colocan sus volúmenes en la Gran Vía del Marqués del Turia y construyen, en medio del desbarajuste de las Fallas, un archipiélago de civilización, donde cada caseta es una isla con sus particulares atractivos. Todas las primaveras repiten la maniobra y el paseante puede buscar allí un refugio provisional para sus atribulados sentidos. Si excluimos, por su especialización, a los bibliófilos acreditados que van en busca de cosas muy concretas, el público habitual está compuesto por una inagotable variedad de curiosos tocados de un cierto misterio. Los hay que persiguen viejos manuales, o antiguas ediciones de escritores de todas las épocas, los hay que buscan tebeos y cómics de colecciones perdidas, o tipografías y trabajos de ilustración que pasaron de moda. Azorín, Balzac, Shakespeare, Marx, Homero, Schopenhauer, Balmes, Blasco Ibáñez, Baroja, Dostoievski, Conan Doyle, pero también Rafa Ferrando o Quim Monzó, se confunden en los mostradores de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión como señuelos para que cada uno pueda fantasear con un rostro que cree reencontrar año tras año, mientras el papel amarillento se deshace entre los dedos como la arena del tiempo, tal vez con la esperanza de hallar aquel libro inconcebible de páginas infinitas que Borges imaginó una vez.-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 14 de marzo de 2001